domingo, 12 de abril de 2020

Cap III. § 6. Ejemplo formidable para los que no aprecian el inmenso tesoro de la Santa Misa


Dos insignes doctores de la Iglesia, el Án­gel de las Escuelas Santo Tomás de Aquino y el Seráfico San Buenaventura, enseñan, como se dijo en el capítulo primero, que el adorable sacrificio de la Misa es de un precio infinito, tanto por razón de la Víctima, como por la del sacerdote que la inmola. La Víc­tima ofrecida es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; y el primer sacrificador, es el mismo Jesu­cristo. ¿De qué procede, pues, que tantos cristianos hacen tan poco caso de este ines­timable tesoro, prefiriendo a él un vil interés?

Hemos escrito este opúsculo con el fin de instruir a todos los que quieran leerlo con atención, e inspirarles la más sublime idea de este Divino Sacrificio. Si hasta hoy ¡oh cristiano lector! fue para ti un tesoro escon­dido, ahora que ya conoces su valor infinito, quisiera que tomases una resolución eficaz de aprovecharte de él, asistiendo todos los días a la Santa Misa. Para concluir de ani­marte a la práctica de una obra tan piadosa y fecunda en resultados espirituales y aún temporales, voy a referirte un ejemplo terri­ble que pondrá el sello a toda la obra.

Eneas Silvio, que llegó a ser Papa con el nombre de Pío II[1], cuenta que un gentil-hombre de los más distinguidos de la provin­cia de Istria, después de haber perdido la mayor parte de su inmensa fortuna, se había retirado a una aldea suya para vivir allí con más economía. Vióse al poco tiempo ataca-do de una negra melancolía que no le dejaba un momento de sosiego, persiguiéndolo hasta el punto de querer abandonarse a la deses­peración. En medio de luchas interiores tan horribles recurrió a un piadoso confesor, quien, después de haberle oído sus trabajos, le dio un excelente consejo: "No deje usted pasar, le dijo, un solo día sin oír la Santa Misa, y no tenga usted ningún temor". Este aviso agradó tanto al gentilhombre, que se apresuró a ponerlo en ejecución, con el ob­jeto de asegurar más y más la facilidad de su cumplimiento, tomó un capellán para que le dijese Misa todos los días en el castillo. Por un compromiso inevitable, tuvo este sa­cerdote que ir muy temprano a una villa poco distante, para ayudar a otro compañero que celebraba la primera Misa. Nuestro pia­doso caballero, no queriendo pasar un solo día sin asistir al adorable Sacrificio, salió del castillo en dirección a la villa con el fin de oír allí la Santa Misa. Como iba a un paso muy acelerado, un aldeano que lo en­contró en el camino le dijo: "Que podía volverse a su casa, porque la Misa del nuevo sacerdote había concluido y no se celebraba ninguna otra". Al oír esta noticia se llenó de turbación, y empezando a lamentarse, exclamó: ".Qué será de mí en este día, qué será de mí? Quizá sea hoy el último de mi vida". Asombrado el aldeano de verle tan afligido, le dijo: "No os desconsoléis, señor: con mucho gusto os vendo la Misa que acabo de oír. Dadme la capa que cubre vuestros hombros y os cedo la Misa, con todo el mé­rito que por ella pude haber contraído de­lante de Dios". El gentilhombre tomó la pa-labra del aldeano, y después de haberle entre­gado muy gozoso su capa, continuó su viaje a la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al regresar al castillo y habiendo llegado al sitio donde se había verificado el indigno cambio, vio al infeliz aldeano colgado de una encina como Judas. Dios había permitido que la tentación de ahorcarse, que tanto atormen­taba al gentilhombre, se apoderase de aquel desgraciado que, privado de los auxilios que había alcanzado por medio de la Santa Misa, no tuvo fuerzas para resistir. Horrorizado a vista de semejante espectáculo, comprendió una vez más toda la eficacia del remedio que su confesor le había dado, y se confirmó en la resolución de asistir todos los días al Santo Sacrificio.

A propósito de este tremendo caso, quisie­ra hacerte dos observaciones de altísima im­portancia. La primera es concerniente a la monstruosa ignorancia de aquellos cristianos que no apreciando debidamente las inmen­sas riquezas encerradas en el Sacrificio del altar, llegan a tratarle como si fuera un ob­jeto de tráfico. De aquí proviene esa manera de hablar tan inconveniente, que tienen cier­tas personas, cuyo cinismo llega al extremo de preguntar a un sacerdote: ¿Cuánto me cuesta una Misa? ¿Quiere usted que se la pague hoy? ¡Pagar una Misa! ¿Y en dónde encontraréis capital equivalente al valor de una Misa, que vale más que el paraíso? ¡Qué ignorancia tan insoportable! La moneda que dais al sacerdote es para proveer a su sub­sistencia, pero no un pago de la Santa Misa, que es un tesoro que no tiene precio.

Muy cierto es, amado lector, que en este opúsculo te he exhortado constantemente a oír todos los días la Santa Misa, y a que hi­cieses celebrarla con la mayor frecuencia po­sible. Y quién sabe si con este motivo habrá tomado un pretexto el demonio para soplar-te al oído esta maldita sospecha: "Los sacer­dotes presentan muy buenas y excelentes ra­zones para inclinarnos a dar limosnas destinadas a la celebración del Santo Sacrificio; sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Bajo una apariencia de celo, ellos buscan su provecho, pues cuando se penetra en el fon­do de ciertas cosas, se comprende al fin que el interés es el único móvil de todo lo que hacen y de todo lo que dicen". ¡Ah! si tal crees te engañas miserablemente. En cuanto a mí, doy gracias a Dios por haberme lla­mado a una Religión en donde se hace voto de pobreza, la más estricta y rigurosa, y en donde no se recibe estipendio de Misas. Aún cuando se nos ofrecieran cien escudos por celebrar una sola vez el Santo Sacrificio, no los recibiríamos. Nosotros, al decir Misa, nos conformamos siempre con la intención que tuvo el mismo Jesucristo al ofrecerse al Eterno Padre en sacrificio, sobre el altar sangriento del Calvario. Por consiguiente, si alguno puede hablar con toda claridad y sin temor de que se atribuyan miras interesadas, soy yo que no pienso ni puedo pensar en otra cosa que en el bien de todos. Por lo mismo vuelvo a repetir lo que te dije al prin­cipio de este opúsculo: asiste frecuentemente a la Santa Misa; a ello te conjuro en el nombre de Dios; asiste muy frecuentemente y da limosnas para hacer que se celebren en el mayor número posible, y de este modo amontonarás un rico y precioso tesoro de méritos, que te será muy provechoso en este mundo y en la eternidad.

La segunda observación que debo hacerte con relación al ejemplo que acabas de leer, es acerca de la eficacia de la Santa Misa para alcanzarnos todos los bienes y preservarnos de todos los males, especialmente pa­ra avivar nuestra confianza en Dios y darnos fuerzas con las cuales vencer todas las tenta­ciones. Permíteme, pues, que te diga una vez más: ¡A Misa, por favor, a Misa! si quieres triunfar de tus enemigos y ver al infierno humillado a tus pies.

Antes de terminar este opúsculo, creo con­veniente decir algunas palabras acerca del ministro que ayuda a Misa. En estos días desempeñan este oficio los niños o personas sencillas, mientras que ni aún las testas co­ronadas serían dignas de un honor tan sin­gular. SAN BUENAVENTURA dice que el ayudar a Misa es un ministerio angélico, puesto que los muchos Ángeles que asisten al Santo Sa­crificio sirven a Dios durante la celebración de este augusto misterio. SANTA MATILDE Vio el alma de un fraile lego más resplandeciente que el sol, porque había tenido la devoción de ayudar a todas las Misas que podía. SAN­TO Tomás DE AQUINO, brillante antorcha de las escuelas, no apreciaba menos la dicha del que sirve al sacerdote en el altar, puesto que, después de celebrar, nada deseaba tanto co­mo ayudar a Misa. El ilustre canciller de Inglaterra, TOMÁS MORO, tenía sus delicias en el desempeño de tan santo ministerio. Ha­biéndole reprendido cierto día uno de los grandes del reino, diciéndole que el Rey vería con disgusto que se rebajase hasta el punto de convertirse en monaguillo, Tomás Moro respondió: "No, no, al Rey mi señor no pue­den disgustarle los servicios que yo hago al que es Rey de los reyes y Señor de los señores". ¡Qué motivo de confusión para aquellos cristianos que, aun haciendo alguna vez profesión de piedad, se hacen rogar para ayu­dar a Misa, mientras que debieran disputar a otros este honor, que envidian los Ángeles del cielo!

Por otra parte, es preciso tener cuidado de que el que ayuda a Misa sea capaz de cumplir con su ministerio de una manera conveniente. Debe tener la vista mortificada y manifestar un exterior grave, modesto y piadoso: debe pronunciar las palabras clara-mente, sin apresurarse y a media voz; no en tono tan bajo que no le oiga el sacerdote, ni tan alto que incomode a los que celebran en otros altares. Por consiguiente, no deben ser admitidos ciertos niños desvergonzados, que están burlándose unos de otros durante la Misa y distraen al celebrante. Yo suplico al Señor se digne iluminar a los hombres sabios, e inspirarles la resolución de ocupar-se en un ministerio tan santo y meritorio. A las personas más distinguidas corresponde dar el ejemplo.

Para concluir, sólo me resta dar un salu­dable consejo que comprenda a seglares y sacerdotes. Dirigiéndome a los primeros, les digo: Si queréis recoger frutos abundantísi­mos del santo sacrificio de la Misa, asistid a ella con la mayor devoción. Por todo este opúsculo he insistido más de una vez sobre este punto; y ahora, al terminar, insisto to­davía y con más eficacia, si cabe. Asistid, pues, con devoción a la Santa Misa, y si lo encontráis bueno, utilizad este librito, practi­cando exactamente lo que se prescribe en el capítulo segundo. Haciéndolo así, os aseguro pues tengo la experiencia por testigo) que bien pronto experimentaréis en vuestro co­razón un cambio muy notable, y palparéis las inmensas utilidades que redundan en benefi­cio de vuestra alma.

En cuanto a vosotros, sacerdotes del Señor permitidme que, con mi frente pegada al polvo, os dirija una súplica. Os ruego, por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo, que toméis la firme y constante resolución de celebrar todos los días la Santa Misa. Si en la primitiva Iglesia los mismos seglares no dejaban pasar un solo día sin comulgar, ¿con cuánta mayor razón debemos creer, que los sacerdotes celebraban diariamente? "Cada día ofrezco a Dios el Cordero sin man­cha", dijo SAN ANDRÉS APÓSTOL, dirigiéndose al tirano. SAN CIPRIANO[2] escribió en una carta las palabras siguientes: "Nosotros, los sa­cerdotes, que celebramos y ofrecemos a Dios todos los días el Santo Sacrificio". SAN GREGORIO EL GRANDE refiere de Casiano, obis­po de Narni, que teniendo éste la piadosa costumbre de celebrar diariamente, Dios Nuestro Señor encargó a uno de sus capellanes le dijese en su nombre que se portaba muy bien, que su piedad le era muy agra­dable, y que por ella recibiría una recom­pensa magnífica en el reino de los cielos.

Por el contrario, ¿quién será capaz de com­prender, ni menos de expresar, el daño que causan a la Iglesia los sacerdotes que sin impedimento legítimo y sólo por pura negli­gencia, omiten la celebración del adorable Sacrificio? Y no crea el sacerdote indevoto que pueda alegar como excusa, para no decir Misa, las muchas ocupaciones de que está rodeado. El BEATO FERNANDO, arzobispo de Granada y ministro del reino a la vez, estaba siempre ocupadísimo, y sin embargo celebra­ba todos los días la Santa Misa. Advertido en cierta ocasión por el cardenal Toledo de que la Corte murmuraba porque, a pesar de verse abrumado de tantos negocios, no quería privarse de celebrar un solo día, el Siervo de Dios le respondió: "Ya que Sus Altezas pusieron sobre mis débiles hombros una carga tan pesada, necesito un poderoso apoyo para no sucumbir. ¿Y dónde lo encon­traré mejor que en el santo sacrificio de la Misa? Allí adquiero toda la fuerza y el vigor necesarios para llevar mi carga".

Hay sacerdotes que, apoyándose en cierta humildad omiten celebrar todos los días la Santa Misa. SAN PEDRO CELESTINO[3], a consecuencia de la sublime idea que había forma-do de este augusto Misterio, quiso abstenerse de la celebración diaria; pero un santo Abad, de cuyas manos había recibido el hábito re­ligioso, se le apareció, y en tono de autoridad le dijo: "¿Encontrarás en el cielo un serafín que sea digno de ofrecer a Dios el tremendo sacrificio de la Misa? Dios eligió, para mi­nistros suyos, no Ángeles, sino hombres; y como tales están sujetos a mil imperfeccio­nes. Humíllate, pues, muy profundamente, pero no dejes de celebrar un solo día, porque ésta es la voluntad de Dios".

Sin embargo, y a fin de que la frecuencia no disminuya el respeto, todo sacerdote debe esforzarse en imitar a los Santos que brillaron especialmente por la modestia y fervor con que subían al altar. El ilustre arzobispo de Colonia, SAN HERIBERTO, manifestaba al celebrar una devoción tan extraordinaria, que hubiéraselo tenido por un ángel bajado del cielo. SAN LORENZO JUSTINIANO[4] estaba como fuera de sí cuando decía la Santa Misa. Pero SAN FRANCISCO DE SALES parece desco­llar sobre todos. Jamás se vio un sacerdote que subiese al altar con más dignidad, con más respeto y recogimiento; desde que se revestía de los ornamentos sagrados no se ocupaba de ningún pensamiento extraño al tremendo Sacrificio; y en el momento en que ponía el pie sobre la primera grada del altar, se notaba en él un no sé qué de celestial, que asombraba y era el embeleso de todos los circunstantes.

Si estos ejemplos os parecen muy subli­mes, adoptad la práctica de SAN VICENTE FERRER[5]. Este gran Santo, que celebraba to­dos los días antes de subir a la cátedra del Espíritu Santo, tenía sumo cuidado de acercarse al altar con dos disposiciones impor­tantísimas. Para conseguir la primera, recu­rría todas las mañanas a la santa Confesión. Yo quisiera que hicierais lo mismo, sacerdo­tes fervorosos, que, celebrando los mismos misterios buscáis el medio de dar a Dios la mayor satisfacción posible. ¡Cosa extraña! se ve a muchos emplear medias horas en la lectura de ciertos libritos a fin de prepararse para el Santo Sacrificio, mientras que ha­ciendo un corto examen y excitándose al do­lor de los pecados de la vida pasada, su-puesto que no hubiese otra materia, confe­sándose, podrían adquirir una grande pureza de alma. Ved aquí, sacerdotes del Señor, la preparación más excelente, y cuya prácti­ca os aconsejo. No menospreciéis este aviso que os doy, así como daría mi vida por vues­tra salvación. ¡Ah! ¡Qué tesoro de méritos adquiriréis por este medio! ¡Qué gracias me daréis cuando nos encontremos en la dichosa eternidad!

Para obtener la segunda disposición, San Vicente Ferrer quería que el altar estuviese adornado con cierta magnificencia. Como celebraba ordinariamente en presencia de una numerosa asistencia, exigía la limpieza y decencia más exquisitas en las vestiduras sagradas y en todo lo que servía al Santo Sacrificio. No se me oculta que la pobreza a que se ven hoy reducidas las iglesias, las excusa de tener ricos ornamentos de seda y tisú; pero ¿podrá dispensarlos de la decen­cia y limpieza que se requieren? Mi Padre SAN FRANCISCO DE Asís tenía tanto celo por los divinos misterios, que a pesar de su amor a la pobreza exigía, sin embargo, la mayor decencia y aseo en las sacristías, en el altar, y sobre todo en las vestiduras sagradas que sirven inmediatamente al Santísimo Sacramento. A todo esto añadiré, que la SANTÍSI­MA VIRGEN, para darnos a entender la nece­sidad de esta limpieza exterior, en una de sus revelaciones a Santa Brígida, le dijo: "La Misa no debe celebrarse sino con ornamen­tos que puedan inspirar devoción por su limpieza y decencia".

Procuremos, pues, sacerdotes del Altísimo, celebrar la Santa Misa con estas dos dispo­siciones: limpieza exterior, y sobre todo la pureza del alma. Celebremos todos los días el Santo Sacrificio con el fervor y modestia con que celebraríamos, si toda la Corte ce­lestial asistiese visiblemente. De esta manera daremos gloria y alabanza a la Santísima Tri­nidad, proporcionaremos alegría a los Án­geles, perdón a los pecadores, auxilios de gra­cia a los justos, alivio y sufragio a las almas del purgatorio, a toda la Iglesia bienes inmensos, y a nosotros mismos la medicina y remedio de todas nuestras necesidades. Por último, yo abrigo la confianza de que si cele­bramos con recogimiento, y sobre todo con una viva fe y un gran fervor, los seglares se determinarán a asistir devotamente todos los días al Santo Sacrificio, y nosotros ten­dremos el consuelo de ver renovarse entre los cristianos el fervor de los primeros fieles, y Dios será honrado y glorificado. Ved ahí el único objeto que me propuse al escribir este opúsculo, a que doy fin rogándoos recéis por mí una sola Ave María[6].



[1] Eneas Silvio PICCOLOMINI (1405-1464), Papa Pío II (1458-1464): Estadista, diplomático, orador, mecenas y erudito humanista; poeta, historiador, memo­rialista, pintor, etnógrafo y geógrafo.
En 1459 convocó en Mantua infructuosamente un congreso de príncipes cristianos para inducirlos a una gran cruzada contra el Turco, que fue siempre su preocupación fundamental.
En 1463 proclamó la Bula de Cruzada con estas palabras: "Ya que de otro modo nos es imposible des­pertar los entorpecidos corazones de los cristianos, nosotros mismos nos lanzaremos al peligro y gastaremos en esta empresa todos los recursos de la Iglesia romana y del patrimonio de San Pedro, con el solo fin de amparar la fe católica. (...) Nuestra causa es la de Dios; lucharemos por la ley de Dios y el mismo Dios aplastará a los enemigos ante nuestros ojos". (N. del E.).
[2] SAN CIPRIANO (circa 200-258) : Obispo de Cartago, uno de los Padres de la Iglesia latina, cuyos escritos "resplandecen más que el sol", al decir de San Jerónimo.
Apóstol y maestro de la Romanidad y del amor a la Iglesia: "No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre", escribe en el más hermoso de sus opúsculos, el "De Catholicae Ecclesiae unitate" (251).
Mártir en la octava persecución, la de Valeriano, el 14 de septiembre de 258, el mismo día, aunque no el mismo año que el Papa San Cornelio (251-253).
Festividad de ambos: el 16 de setiembre. (N. del E.).
[3] SAN PEDRO CELESTINO 0 SAN PEDRO DE MORRONE (1215-1296), Papa SAN CELESTINO V (1294): Undécimo de doce hermanos, anacoreta y eremita, fundador de la Congregación de los Celestinos (1264), rama benedic­tina aprobada por Gregorio X en 1274 y suprimida a fines del siglo XVIII.
Estando la barca de la Iglesia sin su supremo pastor durante más de dos años (4 de abril de 1292: muerte de Nicolás IV, el primer papa franciscano), Celestino, que vivía consagrado a la oración y a la penitencia en las soledades del monte Morrone, fue electo Papa sin su conocimiento, el 5 de julio de 1294.
Después de cinco meses y seis días, convencido de su ineptitud, abdicó solemnemente al pontificado el 13 de diciembre de 1294. Diez días después, era elegido sucesor el gran pontífice BONIFACIO VIII (1294-1303) —propugnador del primado pontificio con todas sus prerrogativas—, quien ratificó la validez de la abdica­ción de Celestino V, insertando la bula de dimisión del pontífice en el Cuerpo del Derecho Canónico.
En razón del "gran rechazo" de Celestino a la tiara pontificia, DANTE lo hunde en el infierno:
"vidi e conobbi L'ombra di colui
che fece per viltá lo gran rifiuto".
(Infierno 3, 59-60; cfr. 27, 104-105).
Canonizado por Clemente V el 5 de mayo de 1313. Festividad: 19 de mayo. (N. del E.).
[4] SAN LORENZO JUSTINIANO (1381-1456): Escritor ascético, primer patriarca de Venecia (1451).
Su reforma de costumbres del clero se adelantó en un siglo a las del Concilio de Trento y desmiente los pretextos invocados por Lutero. "En España, en Italia, en Francia, en la misma Alemania, los santos se anti­ciparon a los herejes y por el camino recto. Los siglos XIV y XV son testigos de la aparición de varios milla-res de libros titulados DE REFORMATIONE ECCLESIAE IN CAPITE ET IN MEMRRIS (Sobre la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros)" (A. Montero).
Canonizado por Alejandro VIII en 1690. Festividad: 5 de setiembre. (N. del E.).
[5] SAN VICENTE FERRER (1350-1419): Famoso pre­dicador, misionero y taumaturgo español, nacido en Valencia, de la orden de Santo Domingo.
Sólido teólogo tomista y profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, a sus sermones acudían multi­tudes de hasta quince mil personas. Contemporáneos del Santo refieren que, predicando en su valenciana lengua nativa, le entendían por igual gentes de muy diversas naciones.
Recorrió misionando toda Europa y convirtió a millares de judíos. Todos los días cantaba la misa solem­ne y luego pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres y hasta seis horas, como un Viernes Santo en Toulouse.
Contribuyó notablemente para la terminación del mal llamado "Cisma de Occidente" (1378-1417).
Canonizado en 1455 por Calixto III, el papa valencia-no a quien, según la tradición, San Vicente le profetizó la tiara pontificia y el honor de canonizarlo.
Festividad: 5 de abril. (N. del E.).
[6] El autor se halla en el número de los bienaventu­rados, que no necesitan de nuestras oraciones, y por consiguiente puede ayudarnos eficazmente con las su­yas. Es preciso, pues, invocarlo devotamente, a fin de que nos alcance la gracia de aprovecharnos de sus lecciones y ejemplos. (N. ed. 1924).

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