domingo, 12 de abril de 2020

Cap III. § 2. Ejemplos de grandes damas y señoras del mundo


Hay señoras que parece quieren convertir la iglesia en un teatro para su vanidad. Al entrar en ella atraen las miradas de todos con su brillante y acicalado traje. ¡Plegue a Dios que no usurpen o no estorben las ado­raciones que debieran dirigirse hacia el altar! Como entre esta clase de personas se encuen­tran muchas bastante asiduas en la asisten­cia a los Oficios divinos, no nos detendremos tanto en exhortarlas a frecuentar el lugar santo, como en enseñarles la modestia y el respeto con que es preciso portarse en la casa de Dios, particularmente durante la ce­lebración del Santo Sacrificio. En efecto, tan edificado como estoy de la conducta de un gran número de matronas romanas, y de las más distinguidas, que se presentan delante de nuestros altares con un exterior suma-mente sencillo, sin pompa alguna y sin ador­nos; tanto me escandaliza ver otras vanido­sas, que con su ridículo peinado y su vestido de teatro tienen la necia pretensión de pasar por diosas en las iglesias. A fin de inspirar a estas desgraciadas un saludable y santo temor a nuestros tremendos misterios, voy a referir el siguiente ejemplo que se lee en la vida de la BEATA IVETA DE HUY, en el terri­torio de Lieja (Bolland, vita B. Ivetae). Oyen-do Misa esta santa viuda el día de Navidad, Dios le hizo ver un espectáculo espantoso. Estaba a su lado una persona distinguida que parecía tener los ojos fijos en el altar, pero no era con el objeto de prestar aten­ción al Santo Sacrificio, o de adorar al San­tísimo Sacramento que se disponía a recibir, sino que estaba la infeliz entretenida en sa­tisfacer una pasión impura que había conce­bido por uno de los cantores que se hallaba en el coro, y cuando la desgraciada se le­vantó para acercarse a la Sagrada Mesa, la Bienaventurada Iveta vio una turba de de­monios saltando y bailando alrededor de aquella mujer: unos le levantaban su vesti­do, otros le daban el brazo, y todos parecían emplearse con diligencia en servirla, aplau­diendo a la vez su acto sacrílego. Rodeada de este infernal cortejo fue a arrodillarse ante el altar de la Comunión: bajó el sacer­dote, llevando en su mano la Sagrada Hostia, y la depositó sobre la lengua de aquella infeliz mujer; pero en el mismo instante la Santa viuda vio a Nuestro Señor volar al cielo, por no habitar en un alma que era guarida de los espíritus impuros. Con esta inmodestia sacrílega había atraído los demo­nios y ahuyentado al Divino Salvador, según la infalible sentencia del Espíritu Santo: La sabiduría encarnada no entrará en un alma depravada, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado. "In malevolam animam non in­troibit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis". (Sab. 1, 4).

Quizás me dirás, al leer estas páginas, que tú no eres del número de las personas que no guardan moderación ni decencia. Me com­plazco en creerlo, digo más, ni aun lo dudo; pero cuando se nota que vas a la iglesia ador­nada y perfumada como para un baile, y ves­tida con tan poca modestia, ¿no hay derecho para dirigirte una censura severa? ¡Qué do­lor! En verdad que así se hace de la casa de Dios una cueva de ladrones, puesto que, dis­trayendo a todo el mundo, se roba a Jesu­cristo el honor y atención que le son debidos.

Entra, pues, dentro de tu corazón, y toma la firme resolución de imitar a SANTA ISABEL DE HUNGRÍA[1]. Esta santa reina tenía el ma­yor anhelo por oír Misa, pero cuando llegaba el momento de asistir al Santo Sacrificio, dejaba su corona, quitaba las sortijas de sus dedos, y despojada de todo adorno, se con­servaba en presencia de los altares cubierta con un velo y en actitud tan modesta, que jamás se la vio dirigir sus miradas a derecha ni izquierda. Esta sencillez y esta modestia agradaron tanto a Dios, que quiso manifes­tar su contento por medio de un brillante y ruidoso prodigio. Al tiempo de celebrarse la Misa, la Santa se vio rodeada de una luz tan resplandeciente, que los ojos de los demás asistentes quedaron deslumbrados: pa­recía un ángel bajado del cielo. Aprovéchate de tan bello ejemplo; y si lo haces, está segura de que así agradecerás a Dios y a los hombres, y de que tus sacrificios te acarrea­rán inmensas utilidades en esta vida y en la otra.



[1] Santa ISABEL DE HUNGRÍA (1207-1231): Hija del rey Andrés II de Hungría. Esposa del landgrave Ludwig IV de Turingia. Canonizada en 1235. Festi­vidad: el 19 de noviembre. Patrona de la Tercera Orden Franciscana. (N. del E.),

1 comentario:

  1. Recuerdo haber leído, hace como 15 años. en la biografía de Santa Isabel de Hungría que, en una oportunidad, durante la celebración de la Santa Misa, vio a su esposo, el rey, y pensó: "Que buen marido me ha dado Dios". Al punto, se le apareció Nuestro Señor dolorido por haberse distraído durante la Misa.

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