11.
Dejamos dicho que el que asiste a la Santa Misa no debe omitir la Comunión
espiritual cuando el sacerdote comulga. Réstanos ahora explicar el modo de
hacerlo. Según la doctrina del Santo CONCILIO DE TRENTO, hay tres clases de
Comunión: la primera meramente sacramental; la segunda puramente espiritual, y
la tercera sacramental y espiritual a la vez[1].
No se trata aquí de la primera, que consiste en comulgar en realidad, pero en
pecado mortal, a imitación del traidor Judas; tampoco hablamos de la tercera,
que es la que practican todos los fieles cuando reciben a Jesucristo en estado
de gracia. Trátase únicamente de la segunda, que se reduce -según las palabras
del mismo Concilio-, a un ardiente deseo de alimentarse con este Pan celestial,
unido a una fe viva que obra por la caridad, y que nos hace participantes de
los frutos y gracias del Sacramento. En otros términos: los que no pueden recibir
sacramentalmente el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, lo reciben
espiritualmente haciendo actos de fe viva y de caridad fervorosa, con un
ardiente deseo de unirse al soberano Bien, y por este medio se disponen a
participar de los frutos de este Divino Sacramento. Considera bien lo que voy a
decir para facilitarte una práctica que tantas utilidades proporciona. Cuando
el sacerdote va ya a comulgar, estando con gran recogimiento interior y
exterior, modestia y compostura, excita en tu corazón un verdadero dolor de los
pecados, y date golpes de pecho para significar que te reconoces indigno de la
gracia de unirte a Jesucristo. Después ejercítate en actos de amor, de
ofrecimiento, de humildad y demás que acostumbras hacer al acercarte a la
Sagrada Mesa, añadiendo a esto el más ardiente y fervoroso deseo de recibir a
Jesucristo, que, por tu amor, está real y verdaderamente presente en el augusto
Sacramento. Para avivar más y más tu devoción, figúrate que la Santísima
Virgen, o tu Santo Patrón, te presenta la Sagrada Hostia, y que tú la recibes
en realidad y como si abrazaras estrechamente a Jesús en tu corazón, y repite
una y muchas veces en tu interior estas palabras dictadas por el amor: "Venid
¡Jesús mío! mi vida y mi amor, venid a mi pobre corazón; venid y colmad mis
deseos; venid y santificad mi alma; venid a mí, ¡dulcísimo Jesús! Venid". Permanece
después en silencio, contempla a tu Dios dentro de ti mismo; y como si hubieses
comulgado realmente, adórale, dale gracias y haz todos los actos que se acostumbran
después de la Sagrada Comunión. Ten por cierto, amado lector, que esta Comunión
espiritual, tan descuidada por los cristianos de nuestros días, es, sin
embargo, un verdadero y riquísimo tesoro que llena el alma de bienes infinitos;
y, según opinión de muchos y muy respetados autores, -entre otros el P.
RODRÍGUEZ, en su obra De la perfección cristiana-, la Comunión espiritual es
tan útil, que puede causar las mismas gracias y aun mayores que la Comunión
sacramental. En efecto, aunque la recepción real de la Sagrada Eucaristía
produzca por su naturaleza más fruto, puesto que, siendo sacramento, obra por
su propia virtud; puede no obstante suceder que un alma deseosa de su
perfección haga la Comunión espiritual tan humildemente, con tanto amor y
devoción, que merezca más a los ojos de Dios que otro comulgando
sacramentalmente, pero con menor preparación y fervor.
Se conoce cuánto agrada
a Jesucristo esta Comunión espiritual, en que muy frecuentemente se ha dignado
escuchar -por medio de patentes milagros-, los piadosos suspiros de sus
servidores, unas veces dándoles por sus propias manos la Comunión sacramental,
como a Santa Clara de Montefalco, a Santa Catalina de Sena y a Santa Ludovina;
otras por manos de los Ángeles, como a mi Seráfico Doctor San Buenaventura, y a
los obispos Honorato y Fermín, y alguna vez también por el ministerio de la
augusta Madre de Dios, que por su misma mano dio la Sagrada Comunión al Beato
Silvestre. Rasgos tan tiernos por parte de Dios no deben asombrarte, si
consideras que la Comunión espiritual inflama las almas en el fuego de un santo
amor, las une a Dios y las dispone a recibir las más señaladas gracias. ¿Y será
posible que tantas utilidades no te causen alguna impresión y continúes siempre
en tu indiferencia e insensibilidad? ¿Qué excusa podrás alegar desde ahora para
descuidar todavía una práctica tan útil y tan santa? Resuélvete, pues, de una
vez a servirte de ella frecuentemente, advirtiendo que la Comunión espiritual
tiene sobre la sacramental la ventaja de que ésta no puede recibirse más que
una vez al día, mientras que aquélla se puede renovar, no solamente en todas
las Misas a que asistas, sino también en todas las horas del día; de mañana y
tarde, por el día y por la noche, en la iglesia y en tu aposento, sin que para esto
necesites el permiso de tu confesor; en una palabra, cuantas veces practiques
lo que acabo de prescribirte, otras tantas harás la Comunión espiritual, y
enriquecerás tu alma de gracias, de méritos y de toda clase de bienes.
Tal es el objeto de este opúsculo: inspirar a cuantos lo lean un santo deseo de introducir en el mundo católico la piadosa costumbre de oír todos los días la Santa Misa con una sólida piedad y verdadera devoción, haciendo en ella siempre la Comunión espiritual.
¡Ah, qué dicha si pudiera conseguirse! Entonces se vería reflorecer en todo el mundo aquel fervor tan admirable de los felices siglos de la primitiva Iglesia en que los cristianos recibían diariamente la Divina Eucaristía asistiendo al Santo Sacrificio. Si no eres digno de recibir a Dios tan a menudo, procura a lo menos oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual. Si yo lograse persuadirte de esta piadosa práctica, creería haber ganado todo el mundo, y tendría la dulce satisfacción de haber empleado bien el tiempo y mis trabajos. Y a fin de echar por tierra todas las excusas que acostumbran alegar los que pretenden dispensarse de asistir a la Misa, pondré en el capítulo siguiente varios ejemplos adaptados a toda clase de personas, para que todos comprendan que si se privan de un tan gran tesoro, esto nace, o bien de su negligencia, o bien de su tibieza y repugnancia a todas las obras de piedad, por cuyas causas les esperan amargos remordimientos para la hora de la muerte.
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