domingo, 12 de abril de 2020

Cap III. § 1. Ejemplos de varios príncipes, reyes y emperadores


Los ejemplos de los grandes del mundo causan ordinariamente más impresión que la piedad, aun extraordinaria, de los simples particulares, lo cual confirma la verdad de aquel axioma tan conocido: "El pueblo sigue el ejemplo de su rey": Regis ad exemplum totus componitur orbis. Bien podría citar aquí un considerable número de aquellos per­sonajes, a fin de animarte a imitarlos y a oír todos los días la Santa Misa; mas para no exceder los justos límites, me contentaré con indicar algunos.

El gran CONSTANTINO asistía todos los días al Santo Sacrificio en su palacio; pero esto no bastaba a satisfacer su piedad, pues cuando marchaba a la cabeza de sus ejércitos y hasta en los campos de batalla, llevaba con-sigo un altar portátil, no dejando pasar un solo día sin ordenar que se celebrasen los divinos misterios, a lo cual debió las señala-das victorias que obtuvo sobre sus enemigos. LOTARIO, emperador de Alemania, observó constantemente la misma piadosa práctica: en la paz como en la guerra, quiso oír hasta tres Misas diarias. El piadoso rey de Ingla­terra ENRIQUE III, hacía lo mismo con edifi­cación de toda su Corte; y su devoción fue recompensada por Dios, aun temporalmente, concediéndole un reinado de cincuenta y seis años[1].

Mas para conocer bien la piedad de los monarcas ingleses y su asistencia continua al santo sacrificio de la Misa, no es preciso recurrir a los siglos pasados: basta fijar la consideración en aquella grande alma, cuya muerte todavía llora la ciudad de Roma; me refiero a la piadosa reina MARíA CLEMENTINA. Esta princesa, según ella misma tuvo la bon­dad de confiármelo muchas veces, tenía sus principales delicias en oír la Santa Misa, así que lo hacía diariamente y en el mayor nú­mero posible. Asistía a ellas de rodillas, sin almohadillas para las rodillas, sin apoyo al­guno, inmóvil, cual una verdadera estatua de la piedad. Una asistencia tan fervorosa al Sacrificio inflamó de tal manera su corazón en el fuego de amor a Jesús, que todos los días quería hallarse presente a tres o cuatro reservas del Santísimo Sacramento, que se celebraban en distintas iglesias, haciendo ir al galope sus caballos por las calles de Roma, para llegar oportunamente a todos los tem­plos. ¡Ah! ¡Qué torrentes de lágrimas vertía esta virtuosa señora para conseguir saciar el hambre que tenía del Pan de los Ángeles! Hambre tan devoradora que la hacía pade­cer noche y día, y era que su corazón sen­tíase constantemente transportado al objeto de su amor. Sin embargo, Dios permitió que sus apremiantes súplicas no fuesen siem­pre escuchadas; y lo permitió a fin de hacer más heroico el amor de su sierva, o más bien para hacerla mártir del amor, pues, a mi juicio, esto fue lo que abrevió los días de su vida, de lo cual es una prueba evidente la carta que me escribió estando ya mori­bunda. Lo que hay de cierto es, que si se vio privada de la frecuente Comunión sacra-mental, no por eso perdió el mérito; porque aquellos dulcísimos deliquios del amor que no podía experimentar comulgando sacra-mentalmente, se los proporcionaba la Comu­nión espiritual que renovaba, no sólo siem­pre que asistía a la Santa Misa, sino también muchísimas veces al día, y con un gozo in­terior inexplicable, siguiendo con exactitud el plan trazado en el capítulo anterior.

Ahora yo pregunto: este ejemplo tan su­blime y edificante, del que puedo asegurar haber sido testigo de vista, puesto que ha pasado en mi presencia, y que en nuestros días ha sido en Roma objeto de admiración, ¿no bastará para cerrar la boca de los que alegan tantas y tantas dificultades para dis­pensarse de oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual? Pero todavía no me satisface que procures imitar a esa virtuosa reina en su ardiente deseo de unirse a Jesucristo; yo quisiera que la imi­tases también en el celo con que trabajaba con sus propias manos para proveer de vestiduras sagradas a las iglesias pobres: ejem­plo que siguieron en Roma muchas señoras distinguidas, que se recreaban en una ocupa­ción tan piadosa, como útil y modesta. Co­nozco fuera de Roma una gran princesa, tan célebre por su piedad como por su esclare­cido nacimiento, que oye todos los días va­rias Misas y tiene a sus doncellas frecuente-mente ocupadas en trabajos de mano para el servicio de los altares, hasta el punto de entregar cajones de corporales, purificadores y otros ornamentos, bien a misioneros, bien a predicadores, para que éstos los distribu­yan a las iglesias, a fin de que el Divino Sa­crificio se celebre en todas partes con la decencia y pompa convenientes.

Séame permitido exclamar ahora: ¡Oh poderosos del mundo! Ved ahí el medio seguro de conquistar el cielo. Y vosotros, ¿qué hacéis? Decídmelo por favor: ¿qué hacéis? ¿Cómo no abrís vuestras manos para distri­buir abundantes limosnas a favor de tantas iglesias tan necesitadas? No digáis que care­céis de recursos, que vuestras propiedades producen poco, y que otras necesidades más apremiantes absorben vuestras rentas; por-que en este caso yo os facilitaría el medio de proporcionar recursos a los altares sin perjudicar a las exigencias de vuestro estado. Vedlo ahí: es muy fácil y lo tenéis a mano; un caballo menos en vuestras caba­llerizas, un lacayo menos a vuestro servicio, cualquier otra superfluidad menos; y de este modo podéis hacer economías suficientes pa­ra socorrer las necesidades de muchas igle­sias sumamente pobres. Y ¡qué de bendiciones atraería sobre el Estado y sobre vosotros mismos una conducta tan edificante! Convó­canse asambleas, reúnense congresos, fór­manse conferencias, consejos de guerra para la seguridad de las provincias, juntas de no­tables para deliberar sobre los medios de aumentar la prosperidad y riqueza pública, y de alejar los peligros que pudieran impe­dirla, y es muy frecuente no conseguirlo. Pues bien, una buena idea, un medio suge­rido con oportunidad bastaría para allanar estas dificultades y asegurar de una vez la tranquilidad del reino. Pero, ¿y de dónde nos vendrá este feliz pensamiento? —De Dios, sabedlo bien, de Dios. — ¿Y cuál es el medio más eficaz para conseguirlo? —La Santa Misa. óyela, pues, querido lector, con la frecuencia posible, y haz que se celebre a menudo por tu intención: cuida de proveer a las iglesias de vasos sagrados y ornamentos convenientes, y verás entonces los efectos de una providencia especial, que asegurará tus posesiones, y que te hará dichoso en el tiem­po y en la eternidad.

Concluiré este párrafo con un ejemplo de SAN WENCESLAO[2], rey de Bohemia, a quien deberías imitar, si no en todo, a lo menos en parte. Este Santo Rey no se contentaba con asistir diariamente a varias Misas, arrodillado sobre el pavimento desnudo, y ayudando a veces al sacerdote con más humildad y modestia que un joven de prima tonsura. El piadoso monarca se empleaba además en adornar los altares con las joyas más ricas de su corona y con las ropas más preciosas de su palacio. Acostumbraba también a pre­parar con sus propias manos las hostias destinadas al Santo Sacrificio; y el grano que servía para confeccionarlas era recogido por el mismo Santo Rey. Veíasele, sin temor de rebajar la dignidad real, trabajar la tierra, sembrar el trigo y recoger la cosecha; des­pués de lo cual él mismo molía el grano y cernía la harina, con cuya flor amasaba las hostias y las presentaba humildemente a los sacerdotes. ¡Oh manos dignas de empuñar el cetro de todo el mundo! Pero ¿qué utilidades le reportó una devoción tan tierna? Dios per­mitió que el emperador Otón distinguiese a este Santa Rey con una benevolencia sin igual, de la que le dio una brillante prueba concediéndole la gracia de unir a su escudo de armas todos los blasones del Imperio: favor que no se había concedido a ningún príncipe. Pero Dios, que se dignó recompen­sar en este mundo la devoción de Wenceslao al santo sacrificio de la Misa, le preparó en el cielo una recompensa mucho más magní­fica, cuando, después de un glorioso martirio, fue elevado de un reino temporal a un trono eterno de la gloria. Reflexiona sobre estos grandes ejemplos, y toma una resolución ge­nerosa.



[1] 1216-1272. (N. del E.).
[2] SAN WENCESLAO, rey y mártir. Nieto de Santa Ludmila. Asesinado por su hermano Boleslao el 28 de setiembre de 938. Santo patrono de la nación checa. Festividad: 28 de setiembre. (N. del E.).

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