Los ejemplos de los grandes del mundo causan
ordinariamente más impresión que la piedad, aun extraordinaria, de los simples
particulares, lo cual confirma la verdad de aquel axioma tan conocido: "El
pueblo sigue el ejemplo de su rey": Regis ad exemplum totus componitur
orbis. Bien podría citar aquí un considerable número de aquellos personajes,
a fin de animarte a imitarlos y a oír todos los días la Santa Misa; mas para no
exceder los justos límites, me contentaré con indicar algunos.
El gran CONSTANTINO asistía todos los días al Santo Sacrificio en su
palacio; pero esto no bastaba a satisfacer su piedad, pues cuando marchaba a la
cabeza de sus ejércitos y hasta en los campos de batalla, llevaba con-sigo un
altar portátil, no dejando pasar un solo día sin ordenar que se celebrasen los
divinos misterios, a lo cual debió las señala-das victorias que obtuvo sobre
sus enemigos. LOTARIO, emperador
de Alemania, observó constantemente la misma piadosa práctica: en la paz como
en la guerra, quiso oír hasta tres Misas diarias. El piadoso rey de Inglaterra
ENRIQUE III, hacía lo mismo con edificación de toda su Corte; y su devoción
fue recompensada por Dios, aun temporalmente, concediéndole un reinado de
cincuenta y seis años[1].
Mas para conocer bien la piedad de los monarcas
ingleses y su asistencia continua al santo sacrificio de la Misa, no es preciso
recurrir a los siglos pasados: basta fijar la consideración en aquella grande
alma, cuya muerte todavía llora la ciudad de Roma; me refiero a la piadosa
reina MARíA CLEMENTINA. Esta princesa, según ella misma tuvo la bondad de
confiármelo muchas veces, tenía sus principales delicias en oír la Santa Misa,
así que lo hacía diariamente y en el mayor número posible. Asistía a ellas de
rodillas, sin almohadillas para las rodillas, sin apoyo alguno, inmóvil, cual
una verdadera estatua de la piedad. Una asistencia tan fervorosa al Sacrificio
inflamó de tal manera su corazón en el fuego de amor a Jesús, que todos los días
quería hallarse presente a tres o cuatro reservas del Santísimo Sacramento, que
se celebraban en distintas iglesias, haciendo ir al galope sus caballos por las
calles de Roma, para llegar oportunamente a todos los templos. ¡Ah! ¡Qué
torrentes de lágrimas vertía esta virtuosa señora para conseguir saciar el
hambre que tenía del Pan de los Ángeles! Hambre tan devoradora que la hacía
padecer noche y día, y era que su corazón sentíase constantemente
transportado al objeto de su amor. Sin embargo, Dios permitió que sus
apremiantes súplicas no fuesen siempre escuchadas; y lo permitió a fin de
hacer más heroico el amor de su sierva, o más bien para hacerla mártir del
amor, pues, a mi juicio, esto fue lo que abrevió los días de su vida, de lo
cual es una prueba evidente la carta que me escribió estando ya moribunda. Lo
que hay de cierto es, que si se vio privada de la frecuente Comunión
sacra-mental, no por eso perdió el mérito; porque aquellos dulcísimos deliquios
del amor que no podía experimentar comulgando sacra-mentalmente, se los
proporcionaba la Comunión espiritual que renovaba, no sólo siempre que
asistía a la Santa Misa, sino también muchísimas veces al día, y con un gozo interior
inexplicable, siguiendo con exactitud el plan trazado en el capítulo anterior.
Ahora yo pregunto: este ejemplo tan sublime y
edificante, del que puedo asegurar haber sido testigo de vista, puesto que ha
pasado en mi presencia, y que en nuestros días ha sido en Roma objeto de
admiración, ¿no bastará para cerrar la boca de los que alegan tantas y tantas
dificultades para dispensarse de oír todos los días la Santa Misa y hacer en
ella la Comunión espiritual? Pero todavía no me satisface que procures imitar a
esa virtuosa reina en su ardiente deseo de unirse a Jesucristo; yo quisiera que
la imitases también en el celo con que trabajaba con sus propias manos para
proveer de vestiduras sagradas a las iglesias pobres: ejemplo que siguieron en
Roma muchas señoras distinguidas, que se recreaban en una ocupación tan
piadosa, como útil y modesta. Conozco fuera de Roma una gran princesa, tan
célebre por su piedad como por su esclarecido nacimiento, que oye todos los
días varias Misas y tiene a sus doncellas frecuente-mente ocupadas en trabajos
de mano para el servicio de los altares, hasta el punto de entregar cajones de
corporales, purificadores y otros ornamentos, bien a misioneros, bien a
predicadores, para que éstos los distribuyan a las iglesias, a fin de que el
Divino Sacrificio se celebre en todas partes con la decencia y pompa
convenientes.
Séame permitido exclamar ahora: ¡Oh poderosos del
mundo! Ved ahí el medio seguro de conquistar el cielo. Y vosotros, ¿qué hacéis?
Decídmelo por favor: ¿qué hacéis? ¿Cómo no abrís vuestras manos para distribuir
abundantes limosnas a favor de tantas iglesias tan necesitadas? No digáis que
carecéis de recursos, que vuestras propiedades producen poco, y que otras
necesidades más apremiantes absorben vuestras rentas; por-que en este caso yo
os facilitaría el medio de proporcionar recursos a los altares sin perjudicar a
las exigencias de vuestro estado. Vedlo ahí: es muy fácil y lo tenéis a mano;
un caballo menos en vuestras caballerizas, un lacayo menos a vuestro servicio,
cualquier otra superfluidad menos; y de este modo podéis hacer economías
suficientes para socorrer las necesidades de muchas iglesias sumamente
pobres. Y ¡qué de bendiciones atraería sobre el Estado y sobre vosotros mismos
una conducta tan edificante! Convócanse asambleas, reúnense congresos, fórmanse
conferencias, consejos de guerra para la seguridad de las provincias, juntas de
notables para deliberar sobre los medios de aumentar la prosperidad y riqueza
pública, y de alejar los peligros que pudieran impedirla, y es muy frecuente
no conseguirlo. Pues bien, una buena idea, un medio sugerido con oportunidad
bastaría para allanar estas dificultades y asegurar de una vez la tranquilidad
del reino. Pero, ¿y de dónde nos vendrá este feliz pensamiento? —De Dios,
sabedlo bien, de Dios. — ¿Y cuál es el medio más eficaz para conseguirlo? —La
Santa Misa. óyela, pues, querido lector, con la frecuencia posible, y haz que
se celebre a menudo por tu intención: cuida de proveer a las iglesias de vasos
sagrados y ornamentos convenientes, y verás entonces los efectos de una
providencia especial, que asegurará tus posesiones, y que te hará dichoso en el
tiempo y en la eternidad.
Concluiré este párrafo con un ejemplo de SAN
WENCESLAO[2],
rey de Bohemia, a quien deberías imitar, si no en todo, a lo menos en
parte. Este Santo Rey no se contentaba con asistir diariamente a varias Misas,
arrodillado sobre el pavimento desnudo, y ayudando a veces al sacerdote con más
humildad y modestia que un joven de prima tonsura. El piadoso monarca se
empleaba además en adornar los altares con las joyas más ricas de su corona y
con las ropas más preciosas de su palacio. Acostumbraba también a preparar con
sus propias manos las hostias destinadas al Santo Sacrificio; y el grano que
servía para confeccionarlas era recogido por el mismo Santo Rey. Veíasele, sin
temor de rebajar la dignidad real, trabajar la tierra, sembrar el trigo y
recoger la cosecha; después de lo cual él mismo molía el grano y cernía la
harina, con cuya flor amasaba las hostias y las presentaba humildemente a los
sacerdotes. ¡Oh manos dignas de empuñar el cetro de todo el mundo! Pero ¿qué
utilidades le reportó una devoción tan tierna? Dios permitió que el emperador
Otón distinguiese a este Santa Rey con una benevolencia sin igual, de la que le
dio una brillante prueba concediéndole la gracia de unir a su escudo de armas
todos los blasones del Imperio: favor que no se había concedido a ningún
príncipe. Pero Dios, que se dignó recompensar en este mundo la devoción de
Wenceslao al santo sacrificio de la Misa, le preparó en el cielo una recompensa
mucho más magnífica, cuando, después de un glorioso martirio, fue elevado de
un reino temporal a un trono eterno de la gloria. Reflexiona sobre estos
grandes ejemplos, y toma una resolución generosa.
[2] SAN WENCESLAO, rey y mártir.
Nieto de Santa Ludmila. Asesinado por su hermano Boleslao el 28 de setiembre de
938. Santo patrono de la nación checa. Festividad: 28 de setiembre. (N. del
E.).
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