domingo, 12 de abril de 2020

Cap I. Art III. § 6. Por la Santa Misa alcanzamos aun aquellas gracias que no pedimos


16. ¿Lo creerías? Además de los bienes que pedimos en la Santa Misa, nuestro buen Dios nos concede otros muchos que no pedi­mos. Así nos lo dice SAN JERÓNIMO con las palabras siguientes: "Sin duda alguna Dios nos concede todas las gracias que le pedimos en la Misa, si nos conviene: y lo que todavía es más admirable, nos concede muy frecuen­temente aun aquello que no le pedimos, con tal que por nuestra parte no pongamos obs­táculos a su generosidad". "Absque dubio dat nobis Dominus quod in Missa petimus; et quod magis est, saepe dat quod non peti­mus". (Div. Hieronym.). De esta suerte, bien puede decirse que la Misa es el sol del género humano, que extiende sus rayos sobre bue­nos y malos, y que no hay en el mundo una sola alma, por perversa que sea, que no sa­que algún provecho de la asistencia al santo sacrificio de la Misa, y muchas veces sin pen­sar en ello ni aun hacer súplica alguna. (S. Hier., Cap. cum Mart. de celebr. Miss.).

Escucha el suceso siguiente, que tuvo lugar en circunstancias bien memorables, según nos lo refiere SAN ANTONINO, arzobispo de Florencia. Dos jóvenes, bastante libertinos, salieron juntos un día, a una partida de caza. Uno de ellos había asistido antes a la Santa Misa, el otro no. Estando ya en camino, se levantó de repente una violenta tempestad, y en medio de los truenos y relámpagos, oyeron una voz que clamaba: "¡Hiere, hiere!" y lue­go cayó un rayo y mató al que no había oído Misa en aquel día. Aterrado y fuera de el compañero, buscaba dónde salvar su vida, cuando oyó nuevamente la misma voz que re­petía: "¡Hiere, hiere!" Ya el infeliz aguardaba la muerte, que creía inevitable, mas pronto fue consolado por otra voz que res­pondió: "No puedo, porque oyó en el día de hoy el Verbum caro factum est". La Misa, pues, a que había asistido aquella mañana, lo preservó de una muerte tan terrible y es­pantosa.

¡Ah, cuántas veces el Señor os ha preservado de la muerte o de muy graves peligros por virtud de la Santa Misa que habíais oído! SAN GREGORIO EL GRANDE así lo afirma en su Diálogo: Per auditionem Missae homo liberatur a multis malis et periculis.[1] Es indiscutible, dice este sabio Pontífice, que el que asiste a la Misa será librado de muchos males y peligros hasta imprevistos. Más aún: según enseña SAN AGUSTÍN, será preservado de una muerte repentina, que es el golpe más terrible que los pecadores deben temer de la Justicia divina. He aquí, pues, conforme a la doctrina del Santo Obispo de Hipona, una admirable prevención contra el peligro de muerte repentina: oír todos los días la Santa Misa, y oírla con la mayor atención posible. El que tenga cuidado de prevenirse con esta salvaguardia tan eficaz, puede estar seguro que no le sucederá tan espantosa desgracia.

Hay una opinión singular, que algunos atri­buyen a San Agustín, a saber: que mientras una persona asiste a la Misa no envejece, sino que, durante este tiempo, se conserva en el mismo grado de fuerza y de vigor que tenía al principio de la Santa Misa. No me fati­garé por saber si esto es o no verdad; sin embargo, afirmo que si el que oye Misa en­vejece en cuanto a la edad, no envejece en la malicia porque, como dice SAN GREGORIO, el que asiste a la Santa Misa con devoción, se conserva en la buena vida, crece constan­temente en mérito y en gracia, y adquiere nuevas virtudes que le hacen más y más agradable a su Dios.

A todo lo dicho añade SAN BERNARDO que se gana más oyendo una sola Misa con devo­ción (entiéndase en cuanto a su valor intrín­seco), que distribuyendo todos los bienes a los pobres y marchando en peregrinación a todos los santuarios más venerados del mun­do. ¡Oh riquezas inmensas de la Santa Misa! Medita atentamente esta verdad: oyendo o celebrando dignamente una sola Misa, consi­derado el acto en sí mismo y con relación a su valor intrínseco, se puede merecer más que si uno dedicase todas sus riquezas al socorro de los pobres, más que si fuese en peregrinación hasta el fin del mundo, más que si visitase con la mayor devoción los santua­rios de Jerusalén, de Roma, de Santiago de Galicia, de Loreto y otros. Dedúcese esta doctrina de lo que enseña el angélico doctor SANTO Tomás, cuando dice: "Que una Misa encierra todos los frutos, todas las gracias y todos los tesoros que el Hijo de Dios repartió en su Esposa la Santa Iglesia por medio del cruento sacrificio de la cruz": In qualibet Missa.

Detente aquí un instante, cierra el libro y no leas más, pero reúne en tu entendimiento todas estas utilidades tan preciosas que nos proporciona la Santa Misa, medítalas atenta-mente, y después dime: ¿Tendrás todavía di­ficultad alguna en conceder que una sola Mi­sa (abstracción hecha de nuestras disposicio­nes, y sólo en cuanto a su valor intrínseco) tiene tal eficacia que, según afirman muchos Doctores, bastaría para salvar todo el género humano? Figúrate, por ejemplo, que Nues­tro Señor Jesucristo no hubiese sufrido la muerte en el Calvario, y que en lugar del sangriento sacrificio de la cruz hubiese ins­tituido solamente el de la Misa, y con precep­to expreso de no celebrar más que una en el mundo. Pues bien, admitida esta suposición, ten entendido que esta sola Misa, celebrada por el sacerdote más pobre del mundo, hu­biera sido más que suficiente, considerada en sí misma y en cuanto al mérito de la obra exterior, para alcanzar la salvación de todas las criaturas. Sí, sí, no me canso de repetirlo, una sola Misa, en la anterior hipótesis, bas­taría para merecer la conversión de todos los mahometanos, de todos los herejes, de todos los cismáticos, en una palabra, de todos los infieles y malos cristianos: bastaría para cerrar las puertas del infierno a todos los pe­cadores, y sacar del purgatorio a todas las almas que están allí detenidas.

¡Oh, qué desdichados somos! ¡Cuánto res­tringimos la esfera de acción del santo sacri­ficio de la Misa! ¡Cuánto pierde de su eficacia provechosa por nuestra tibieza, por nuestra indevoción, y por las escandalosas inmodes­tias que cometemos asistiendo a ella! Que no pueda yo colocarme a una elevada altura para hacer oír mi voz en todo el mundo ex-clamando: "Pueblos insensatos, pueblos ex­traviados, ¿qué hacéis? ¿Cómo no corréis a los templos del Señor para asistir santamente al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a los Santos Ángeles, quie­nes, según el pensamiento del Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa bajan a legiones de sus celestes moradas, rodean el altar cubrién­dose el rostro con sus alas por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para interceder más eficazmente por nosotros?" Porque ellos saben muy bien que aquél es el tiempo más oportuno, la coyuntura más favo­rable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú? ¡Ah! Avergüénzate de haber hecho hasta hoy tan poco aprecio de la Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por haber profanado tantas veces un acto tan sagrado, especialmente si fueses del número de aquéllos que se atreven a lanzar esta pro-posición temeraria: Una Misa más o menos poco importa.



[1] "Escuchando la misa, el hombre se libra de ¡mu­chos males y peligros". (N. del E.).

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