2.
Es una verdad incontestable, que todas las religiones que existieron desde el
principio del mundo establecieron algún sacrificio que constituyó la parte
esencial del culto debido a Dios: empero, como sus leyes eran o viciosas o
imperfectas, también los sacrificios que prescribían participaban de sus vicios
o de sus imperfecciones. Nada más vano que los sacrificios de los idólatras, y
por consiguiente no hay necesidad de mencionarlos. En cuanto a los de los
hebreos, aun cuando profesaban entonces la verdadera Religión, eran también
pobres e imperfectos, pues sólo consistían en figuras: Infirma et egena elementa[1],
según expresión del Apóstol San Pablo, porque no podían borrar los pecados ni
conferir la divina gracia.
El
sacrificio, pues, que poseemos en nuestra Santa Religión es el de la Santa
Misa, el único sacrificio santo y de todo punto perfecto. Por medio
de él todos los fieles pueden honrar dignamente a Dios, reconociendo su dominio
soberano sabre nosotros, y protestando al mismo tiempo su propia
nada. Por esta razón el santo rey David le llama Sacrificium iustitiae[2]),
sacrificio de justicia, no sólo porque contiene al Justo por
excelencia y al Santo de los Santos, o mejor dicho, a la Justicia y Santidad
por esencia, sino porque santifica las almas por la infusión de la gracia y
por la abundancia de dones celestiales que les comunica. Siendo, pues, este
augusto Sacrificio el más venerable y excelente de todos, y a fin de que te
formes la sublime idea que debes tener de un tesoro tan precioso, vamos a explicar
sucintamente algunas de sus divinas excelencias, porque para explicarlas todas
se necesitaba otra inteligencia superior a la nuestra.
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