domingo, 12 de abril de 2020

Cap I. Art I. § 1. El sacrificio de la Misa es igual al sacrificio de la Cruz


3. La principal excelencia del santo sacri­ficio de la Misa es que debe ser considerado como esencial y absolutamente el mismo que se ofreció sobre la cruz en la cima del Calva­rio, con esta sola diferencia: que el sacrifi­cio de la cruz fue sangriento, y no se ofreció más que una vez, satisfaciendo plenamente el Hijo de Dios, con esta única oblación, por todos los pecados del mundo; mientras que el sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser renovado infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada uno en par­ticular el precio universal que Jesucristo pagó sobre el Calvario por el rescate de todo el mundo. De esta manera, el sacrificio san­griento fue el medio de nuestra redención, y el sacrificio incruento nos da su posesión: el primero nos franquea el inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino Salva­dor; el segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos. La Misa, pues, no es una simple representación o la memoria únicamente de la Pasión y muerte del Redentor, sino la reproducción real y verdadera del sacrificio que se hizo en el Calvario; y así con toda verdad puede decirse que nuestro divino Salvador, en cada Misa que se celebra, renueva místicamente su muerte sin morir en realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo sacrificado e inmolado: "Vidi (...) agnum stantem tam­quam occisum”[1].

En el día de Navidad la Iglesia nos repre­senta el Nacimiento del Salvador; sin embar­go, no es cierto que nazca en este día cada año. En el día de la Ascensión y Pentecostés, la misma Iglesia nos representa a Jesucristo subiendo a los cielos y al Espíritu Santo ba­jando a la tierra; sin embargo, no es verdad que en todos los años y en igual día se re-nueve la Ascensión de Jesucristo al cielo, ni la venida visible del Espíritu Santo sobre la tierra. Todo esto es enteramente distinto del misterio que se verifica sobre el altar, en donde se renueva realmente, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio que se realizó sobre la cruz con efusión de sangre. El mismo Cuerpo, la misma Sangre, el mismo Jesús que se ofreció en el Calvario, el mismo es el que al presente se ofrece en la Misa.

Ésta es la obra de nuestra Redención, que continúa en su ejecución, como dice la Igle­sia: Opus nostrae redemptionis exercetur[2]. Sí, exercetur; se ofrece hoy sobre los altares el mismo sacrificio que se consumó sobre la cruz.

¡Oh, qué maravilla! Pues dime por favor. Si cuando te diriges a la iglesia para oír la Santa Misa reflexionaras bien que vas al Cal-vario para asistir a la muerte del Redentor, ¿irías a ella con tan poca modestia y con un porte exterior tan arrogante? Si la Magdalena al dirigir sus pasos al Calvario se hubiese prosternado al pie de la cruz, estando enga­lanada y llena de perfumes, como cuando de­seaba brillar a los ojos de sus amantes, ¿qué se hubiera pensado de ella? Pues bien; ¿qué se dirá de ti que vas a la Santa Misa ador­nado como para un baile? ¿Y qué será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas indecentes, con palabras inútiles y en­cuentros culpables y sacrílegos? Yo digo que la iniquidad es un mal en todo tiempo y lu­gar; pero los pecados que se cometen durante la celebración del santo sacrificio de la Misa y en presencia de los altares, son pecados que atraen sobre sus autores la maldición del Señor: Maledictus qui facit opus Domini fraudulenter[3]. Medítalo atentamente mientras que te manifiesto otras maravillas y ex­celencias de tan precioso tesoro.



[1] "Vi (...) un cordero de pie como degollado".
[2] "Se realiza la obra de nuestra redención" (Ora­ción de la Secreta del 99 Domingo después de Pen­tecostés). (N. del E.).
[3] "Maldito el que ejecuta de mala fe la obra del Señor". (Jer. 48,10). (N. del E.).

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