3. La
principal excelencia del santo sacrificio de la Misa es que debe ser
considerado como esencial y absolutamente el mismo que se ofreció sobre la cruz
en la cima del Calvario, con esta sola diferencia: que el sacrificio de la
cruz fue sangriento, y no se ofreció más que una vez, satisfaciendo plenamente
el Hijo de Dios, con esta única oblación, por todos los pecados del mundo;
mientras que el sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser
renovado infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada uno en particular
el precio universal que Jesucristo pagó sobre el Calvario por el rescate de
todo el mundo. De esta manera, el sacrificio sangriento fue el medio de
nuestra redención, y el sacrificio incruento nos da su posesión: el primero nos
franquea el inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino Salvador;
el segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos.
La Misa, pues, no es una simple representación o la memoria únicamente de la
Pasión y muerte del Redentor, sino la reproducción real y verdadera del
sacrificio que se hizo en el Calvario; y así con toda verdad puede decirse que
nuestro divino Salvador, en cada Misa que se celebra, renueva místicamente su
muerte sin morir en realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo
sacrificado e inmolado: "Vidi (...) agnum stantem tamquam occisum”[1].
En
el día de Navidad la Iglesia nos representa el Nacimiento del Salvador; sin embargo,
no es cierto que nazca en este día cada año. En el día de la Ascensión
y Pentecostés, la misma Iglesia nos representa a Jesucristo subiendo a los
cielos y al Espíritu Santo bajando a la tierra; sin embargo, no es verdad que
en todos los años y en igual día se re-nueve la Ascensión de Jesucristo al
cielo, ni la venida visible del Espíritu Santo sobre la tierra. Todo esto es
enteramente distinto del misterio que se verifica sobre el altar, en donde se
renueva realmente, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio que se
realizó sobre la cruz con efusión de sangre. El mismo Cuerpo, la misma Sangre,
el mismo Jesús que se ofreció en el Calvario, el mismo es el que al presente se
ofrece en la Misa.
Ésta
es la obra de nuestra Redención, que continúa en su ejecución, como dice la
Iglesia: Opus nostrae redemptionis exercetur[2].
Sí, exercetur; se ofrece hoy sobre los altares el mismo sacrificio
que se consumó sobre la cruz.
¡Oh,
qué maravilla! Pues dime por favor. Si cuando te diriges a la iglesia para oír
la Santa Misa reflexionaras bien que vas al Cal-vario para asistir a la muerte
del Redentor, ¿irías a ella con tan poca modestia y con un porte exterior tan
arrogante? Si la Magdalena al dirigir sus pasos al Calvario se hubiese
prosternado al pie de la cruz, estando engalanada y llena de perfumes, como
cuando deseaba brillar a los ojos de sus amantes, ¿qué se hubiera pensado de
ella? Pues bien; ¿qué se dirá de ti que vas a la Santa Misa adornado como para
un baile? ¿Y qué será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas
indecentes, con palabras inútiles y encuentros culpables y sacrílegos? Yo digo
que la iniquidad es un mal en todo tiempo y lugar; pero los pecados que se
cometen durante la celebración del santo sacrificio de la Misa y en presencia
de los altares, son pecados que atraen sobre sus autores la maldición del
Señor: Maledictus qui facit opus Domini fraudulenter[3].
Medítalo atentamente mientras que te manifiesto otras maravillas y excelencias de tan precioso tesoro.
[2] "Se realiza la obra de nuestra redención" (Oración
de la Secreta del 99 Domingo después de Pentecostés). (N. del E.).
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