domingo, 12 de abril de 2020

Cap I. Art III. § 4. Tercera obligación: Acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos


12. La tercera obligación que tenemos pa­ra con Dios es la de darle gracias por los inmensos beneficios que debemos a su amor y a su liberalidad. Repasa con tu entendimien­to todos los favores que has recibido de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: el cuerpo y sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la vida, que todo lo debemos a su infinita bondad. Añade a éstos la misma vida de Jesús, su Hijo, su misma muerte sufrida por nosotros, y cono­cerás no tener límites nuestra deuda por sus innumerables beneficios.

Ahora bien; ¿cómo podremos jamás corresponder debidamente a tantos beneficios? Si la ley de la gratitud es observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se cambia alguna vez en un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley menos sagrada para los seres dotados de razón y colmados por Dios de tantas gracias? Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande, que no podemos pagar ni el menor de los beneficios que debemos a su liberalidad, porque el menor de ellos, por lo mismo que lo recibimos de una mano tan augusta, y que está acompañado de un amor infinito, adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y acción de gra­cias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuán mi­serables somos! Si el peso de un solo bene­ficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no deberá agobiarnos la incalculable multitud de los fa­vores celestiales? — Henos, pues, condenados forzosamente a vivir y morir en la ingratitud para con nuestro soberano Bienhechor. — Pero no, consolémonos; pues el santo rey David nos indica ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de gratitud a los be­neficios de nuestro Dios. Previendo en espí­ritu el Divino Sacrificio de nuestros altares, el Profeta Rey proclama abiertamente que nada hay en el mundo que sea capaz de dar a Dios las acciones de gracias que le son debi­das, a no ser la Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los beneficios que me ha hecho? "Quid retribuam Domino om­nibus quae retribuit mihi?"[1]. Y dándose a sí mismo la respuesta, dice: Yo elevaré hacia el cielo el cáliz del Salvador: "Calicem saluta­ris accipiam"[2]; es decir: yo le ofreceré un sa­crificio que le será infinitamente agradable, y con esto solo yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos y tan preciosos beneficios.

Añade que nuestro Divino Redentor ha ins­tituido este sacrificio principalmente con este fin; quiero decir, para manifestar a Dios nues­tro reconocimiento y darle gracias. Por eso se le da por antonomasia el nombre de Euca­ristía: palabra que significa acción de gracias. El mismo Salvador nos ha manifestado este designio con el ejemplo que nos dio en la última Cena, cuando, antes de pronunciar las palabras de la consagración, dio gracias a su

Eterno Padre: Elevatis oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh divina acción de gracias, que nos descubre el fin sublime por el que fue instituido este adorable Sacrificio! ¡Qué invitación tan tierna a conformarnos con nuestro Divino Maestro! Todas las veces, pues, que asistimos a la Santa Misa, sepamos aprovecharnos de este inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de agradecimien­to a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más, cuanto que todo el Paraíso, la Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de vernos pagar este tributo de acción de gra­cias a nuestro augusto Monarca.

13. La venerable Hermana Francisca Far­nesia estaba afligida del más vivo sentimien­to, viéndose colmada de pies a cabeza de los beneficios divinos, y sin hallar un medio de descargarse de su deuda de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una justa recompensa. Un día que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por un ardiente amor de Jesús, se le apareció la Santísima Virgen, y colocándole en sus brazos a su Divino Hijo, le dijo: "Tómale; es tuyo, y saca de Él todo el provecho posible: con Él y sólo con Él satisfarás todas tus obligaciones". ¡Oh preciosa Misa, por la cual el Hijo de Dios es depositado, no sola-mente en nuestros brazos, sino también en nuestras manos y hasta en nuestro corazón, para estar enteramente a disposición nuestra: "Parvulus enim natos est nobis"[3].

Con Él, pues, con Él solo podemos sin duda alguna satisfacer por completo la deuda de gratitud que tenemos con Dios. Aún diré mucho más. Si fijamos bien nuestra atención, veremos que en la Santa Misa damos a Dios, en cierta manera, más de lo que Él nos ha dado, si no en realidad, a lo menos en apa­riencia, porque el Padre Eterno, no nos dio a su Divino Hijo más que una sola vez, en la Encarnación, mientras que nosotros se lo ofrecemos infinitas veces por medio de este Sacrificio. Parece, pues, que le ganamos en cierto modo, si no por la cualidad del don, puesto que no es posible que lo haya más excelente que el Hijo de Dios, a lo menos por las apariencias, en tanto que ofrecemos este don repetidas veces.

¡Oh gran Dios! ¡Oh Dios de amor! ¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros acciones de gracias infinitas por el inmenso tesoro con que nos habéis enriquecido en la Santa Misa! ¿Y cuáles son ahora ¡oh cristiano lector! tus sentimientos? ¿Has abierto al fin los ojos y reconocido el precio de este tesoro? Si hasta aquí ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que comienzas a apreciarlo, ¿podrás prescindir de exclamar en medio de la admi­ración más profunda: ¡Ah! ¡Qué inmenso tesoro! ¡Qué precioso tesoro!?



[1] "¿Con qué retribuiré al Señor por todas las cosas que me ha hecho?". (S. 115, 12). (N. del E.).
[2] "Tomaré el cáliz de la salud" (S. 115,13). (N. del E.).
[3] “Porque nos ha nacido un niño”. (Is. 9, 6). (N. del E.).

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