12.
La tercera obligación que tenemos para con Dios es
la de darle gracias por los inmensos beneficios que debemos a su amor y a su
liberalidad. Repasa con tu entendimiento todos los favores que has recibido de
Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: el cuerpo y
sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la vida, que todo lo debemos
a su infinita bondad. Añade a éstos la misma vida de Jesús, su Hijo, su misma
muerte sufrida por nosotros, y conocerás no tener límites nuestra deuda por
sus innumerables beneficios.
Ahora
bien; ¿cómo podremos jamás corresponder debidamente a tantos beneficios? Si la
ley de la gratitud es observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se
cambia alguna vez en un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley menos
sagrada para los seres dotados de razón y colmados por Dios de tantas gracias?
Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande, que no podemos pagar ni el menor de
los beneficios que debemos a su liberalidad, porque el menor de ellos, por lo
mismo que lo recibimos de una mano tan augusta, y que está acompañado de un
amor infinito, adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y
acción de gracias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuán miserables somos! Si el
peso de un solo beneficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no deberá agobiarnos
la incalculable multitud de los favores celestiales? — Henos, pues, condenados
forzosamente a vivir y morir en la ingratitud para con nuestro soberano
Bienhechor. — Pero no, consolémonos; pues el santo rey David nos indica
ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de gratitud a los beneficios
de nuestro Dios. Previendo en espíritu el Divino Sacrificio de nuestros
altares, el Profeta Rey proclama abiertamente que nada hay en el mundo que sea
capaz de dar a Dios las acciones de gracias que le son debidas, a no ser la
Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los beneficios que me ha
hecho? "Quid retribuam Domino omnibus quae
retribuit mihi?"[1].
Y dándose a sí mismo la respuesta, dice: Yo elevaré
hacia el cielo el cáliz del Salvador: "Calicem salutaris
accipiam"[2];
es decir: yo le ofreceré un sacrificio que le será infinitamente
agradable, y con esto solo yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos
y tan preciosos beneficios.
Añade
que nuestro Divino Redentor ha instituido este sacrificio principalmente con
este fin; quiero decir, para manifestar a Dios nuestro reconocimiento y darle
gracias. Por eso se le da por antonomasia el nombre de Eucaristía: palabra que
significa acción de gracias. El mismo Salvador nos ha manifestado este designio
con el ejemplo que nos dio en la última Cena, cuando, antes de pronunciar las
palabras de la consagración, dio gracias a su
Eterno
Padre: Elevatis oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh divina acción
de gracias, que nos descubre el fin sublime por el que fue instituido este adorable
Sacrificio! ¡Qué invitación tan tierna a conformarnos con nuestro Divino
Maestro! Todas las veces, pues, que asistimos a la Santa Misa, sepamos
aprovecharnos de este inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de
agradecimiento a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más, cuanto que todo el
Paraíso, la Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de vernos pagar
este tributo de acción de gracias a nuestro augusto Monarca.
13. La
venerable Hermana Francisca Farnesia estaba afligida del más vivo sentimiento,
viéndose colmada de pies a cabeza de los beneficios divinos, y sin hallar un
medio de descargarse de su deuda de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una
justa recompensa. Un día que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por
un ardiente amor de Jesús, se le apareció la Santísima Virgen, y colocándole en sus brazos
a su Divino Hijo, le dijo:
"Tómale; es tuyo, y saca de Él todo el provecho
posible: con Él y sólo con Él satisfarás todas tus obligaciones". ¡Oh preciosa
Misa, por la cual el Hijo de Dios es depositado, no sola-mente
en nuestros brazos, sino también en nuestras
manos y hasta en nuestro corazón, para estar enteramente a disposición
nuestra: "Parvulus enim natos est nobis"[3].
Con Él,
pues, con Él solo podemos sin duda
alguna satisfacer por completo la deuda de gratitud que tenemos con Dios. Aún
diré mucho más. Si fijamos bien nuestra atención, veremos que en la
Santa Misa damos a Dios, en cierta
manera, más de lo que Él nos ha dado, si no en realidad, a lo menos
en apariencia, porque el Padre Eterno,
no nos dio a su Divino Hijo más que una sola vez, en la Encarnación,
mientras que nosotros se lo ofrecemos infinitas veces por medio de este
Sacrificio. Parece, pues, que le ganamos en cierto
modo, si no por la cualidad del don, puesto
que no es posible que lo haya más
excelente que el Hijo de Dios, a lo menos por las apariencias, en tanto
que ofrecemos este don repetidas veces.
¡Oh gran Dios!
¡Oh Dios de amor! ¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros
acciones de gracias infinitas por el inmenso
tesoro con que nos habéis enriquecido en la Santa Misa!
¿Y cuáles son ahora ¡oh cristiano lector! tus
sentimientos? ¿Has abierto al fin los ojos y reconocido
el precio de este tesoro? Si hasta aquí
ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que comienzas a apreciarlo, ¿podrás
prescindir de exclamar en medio de la admiración más profunda: ¡Ah! ¡Qué
inmenso tesoro! ¡Qué precioso tesoro!?
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