14.
No se limita a lo dicho la inmensa utilidad del santo
sacrificio de la Misa. Por ella podemos, además, satisfacer la obligación que
tenemos para con Dios de implorar su asistencia y pedirle nuevas gracias. Ya
sabes cuán grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y cuánto
necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te asista y no cese de
socorrerte a cada instante, puesto que es el Autor y principio de todo bien, en
el tiempo y en la eternidad. Pero, por otra parte, ¿con qué título y con qué
confianza te atreverías a pedir nuevos beneficios, en vista de la excesiva
ingratitud con que has correspondido a tantos favores que te ha con-cedido,
hasta el extremo de haberlos convertido contra Él mismo para ofenderlo? Sin
embargo, no te desanimes, porque si no eres digno de nuevos beneficios por
méritos propios, alguien los ha merecido para ti. Nuestro buen Salvador ha
querido con este fin ponerse sobre el altar en el estado de Hostia pacífica, o
sea un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de su Eterno Padre todo
aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy amado Jesús, en su calidad
de primero y supremo Pontífice, recomienda en la Misa a su Padre celestial
nuestros intereses, pide por nosotros y se constituye abogado nuestro. Si
supiéramos que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros para alcanzar
del Eterno Padre las gracias que deseamos, ¿qué confianza no tendríamos de ser
escuchados? ¿Qué confianza, pues, y aún qué seguridad debemos experimentar, si
pensamos que el mismo Jesús intercede en la Misa por nosotros, que
ofrece su sacratísima Sangre al Eterno Padre en nuestro favor, y que se hace
abogado nuestro? ¡Oh preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!
15.
Pero es preciso profundizar más en esta mina, para
descubrir todos los tesoros que encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué
gracias y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En primer lugar, nos proporciona
todas las gracias espirituales, todos los bienes que se refieren al alma, como
el arrepentimiento de nuestros pecados, la victoria en nuestras tentaciones,
ya sean exteriores, como las malas compañías o el demonio, ya sean interiores,
como los desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los socorros
actuales, tan necesarios para levantarnos, para sostenernos y hacernos
adelantar en los caminos de Dios. La Misa nos obtiene muchas buenas y santas
inspiraciones, muchos saludables movimientos interiores, que nos disponen a
sacudir nuestra tibieza y nos mueven a ejecutar todas nuestras acciones con más
fervor, con una voluntad más pronta, con una intención más recta y pura, lo
cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son otros tantos
medios eficacísimos, para alcanzar la gracia de la perseverancia final, de la
que depende nuestra salvación eterna, y para tener una certeza moral, la mayor
posible en esta vida, de estar predestinados a una feliz eternidad. Además, la
Santa Misa nos alcanza también todos los bienes temporales, en tanto que puedan
contribuir a nuestra salvación, como son la salud, la abundancia de los
frutos de la tierra y la paz; preservándonos a la vez de todos los males que se
oponen a estos bienes, como de enfermedades contagiosas, temblores de tierra,
guerras, hambre, persecuciones, pleitos, enemistades, pobreza, calumnias e injurias:
en suma, de todos los males que son el azote de la humanidad; en una palabra,
la Santa Misa es la llave de oro del paraíso: y cuando nos la da el Padre
Eterno, ¿qué bienes podrá rehusarnos? Él, que no perdonó a su propio Hijo,
según expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos donó con 21 todos sus bienes? "Qui etiam proprio Filio suo
non pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit ilium: quomodo non etiam cum illo
omnia nobis donavit?"[1].
Ved,
pues, con cuánta razón acostumbraba a decir un virtuoso sacerdote, que aun
cuando pidiese a Dios cualquier favor para sí o para otro, al celebrar la Santa
Misa, siempre se le figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que
solicitaba de Dios con la ofrenda que le hacía. He aquí cuál era su razonamiento.
Las gracias y favores que yo pido a Dios en la Santa Misa, son bienes finitos y
creados, mientras que los dones que yo le presento son increados e inmensos, y
por consiguiente, todo bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En
esta confianza pedía y alcanzaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc. 8,
t. 4). Ea, pues, ¿cómo no te despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios?
Si quieres seguir mi consejo, pide a Dios en todas las Misas que haga de ti un
gran santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo que no es mucho. ¿No es el
mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por un vaso de agua
dado por su amor nos re-compensará con el paraíso? ¿Cómo, pues, en retorno de
la ofrenda que le hacemos de toda la sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría
cien paraísos si los hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto
a concederte todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar a ser
santo, y un gran santo en el cielo? ¡Oh bendita Misa! Ensancha, pues,
animosamente tu corazón, y pide grandes cosas, considerando que te diriges a un
Dios que no se empobrece dando, y que cuanto más le pidas más alcanzarás.
[1] "El que ni aun a su propio
Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no nos dará también
con Él todas las cosas?". (Rom.
8, 32). (N. del
E.).
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