domingo, 12 de abril de 2020

Cap I. Art III. § 5. Cuarta obligación: Implorar nuevas gracias


14. No se limita a lo dicho la inmensa utilidad del santo sacrificio de la Misa. Por ella podemos, además, satisfacer la obligación que tenemos para con Dios de implorar su asistencia y pedirle nuevas gracias. Ya sabes cuán grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y cuánto necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te asis­ta y no cese de socorrerte a cada instante, puesto que es el Autor y principio de todo bien, en el tiempo y en la eternidad. Pero, por otra parte, ¿con qué título y con qué confian­za te atreverías a pedir nuevos beneficios, en vista de la excesiva ingratitud con que has correspondido a tantos favores que te ha con-cedido, hasta el extremo de haberlos conver­tido contra Él mismo para ofenderlo? Sin embargo, no te desanimes, porque si no eres digno de nuevos beneficios por méritos pro­pios, alguien los ha merecido para ti. Nues­tro buen Salvador ha querido con este fin po­nerse sobre el altar en el estado de Hostia pacífica, o sea un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de su Eterno Padre todo aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy amado Jesús, en su ca­lidad de primero y supremo Pontífice, reco­mienda en la Misa a su Padre celestial nues­tros intereses, pide por nosotros y se cons­tituye abogado nuestro. Si supiéramos que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros para alcanzar del Eterno Padre las gracias que deseamos, ¿qué confianza no ten­dríamos de ser escuchados? ¿Qué confianza, pues, y aún qué seguridad debemos experi­mentar, si pensamos que el mismo Jesús in­tercede en la Misa por nosotros, que ofrece su sacratísima Sangre al Eterno Padre en nuestro favor, y que se hace abogado nuestro? ¡Oh preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!

15. Pero es preciso profundizar más en esta mina, para descubrir todos los tesoros que encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué gracias y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En primer lugar, nos proporciona todas las gracias espirituales, todos los bienes que se refieren al alma, como el arrepenti­miento de nuestros pecados, la victoria en nuestras tentaciones, ya sean exteriores, como las malas compañías o el demonio, ya sean interiores, como los desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los soco­rros actuales, tan necesarios para levantarnos, para sostenernos y hacernos adelantar en los caminos de Dios. La Misa nos obtiene muchas buenas y santas inspiraciones, mu­chos saludables movimientos interiores, que nos disponen a sacudir nuestra tibieza y nos mueven a ejecutar todas nuestras acciones con más fervor, con una voluntad más pron­ta, con una intención más recta y pura, lo cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son otros tantos medios efi­cacísimos, para alcanzar la gracia de la perse­verancia final, de la que depende nuestra salvación eterna, y para tener una certeza moral, la mayor posible en esta vida, de estar predestinados a una feliz eternidad. Además, la Santa Misa nos alcanza también todos los bienes temporales, en tanto que puedan con­tribuir a nuestra salvación, como son la sa­lud, la abundancia de los frutos de la tierra y la paz; preservándonos a la vez de todos los males que se oponen a estos bienes, como de enfermedades contagiosas, temblores de tierra, guerras, hambre, persecuciones, plei­tos, enemistades, pobreza, calumnias e inju­rias: en suma, de todos los males que son el azote de la humanidad; en una palabra, la Santa Misa es la llave de oro del paraíso: y cuando nos la da el Padre Eterno, ¿qué bie­nes podrá rehusarnos? Él, que no perdonó a su propio Hijo, según expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos donó con 21 todos sus bienes? "Qui etiam proprio Filio suo non pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit ilium: quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit?"[1].

Ved, pues, con cuánta razón acostumbraba a decir un virtuoso sacerdote, que aun cuando pidiese a Dios cualquier favor para sí o para otro, al celebrar la Santa Misa, siempre se le figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que solicitaba de Dios con la ofrenda que le hacía. He aquí cuál era su razonamien­to. Las gracias y favores que yo pido a Dios en la Santa Misa, son bienes finitos y creados, mientras que los dones que yo le presento son increados e inmensos, y por consiguiente, todo bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En esta confianza pedía y alcan­zaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc. 8, t. 4). Ea, pues, ¿cómo no te despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios? Si quieres seguir mi consejo, pide a Dios en todas las Misas que haga de ti un gran santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo que no es mucho. ¿No es el mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por un vaso de agua dado por su amor nos re-compensará con el paraíso? ¿Cómo, pues, en retorno de la ofrenda que le hacemos de toda la sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría cien paraísos si los hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto a concederte todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar a ser santo, y un gran santo en el cielo? ¡Oh bendita Misa! Ensan­cha, pues, animosamente tu corazón, y pide grandes cosas, considerando que te diriges a un Dios que no se empobrece dando, y que cuanto más le pidas más alcanzarás.



[1] "El que ni aun a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?". (Rom. 8, 32). (N. del E.).

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