1. Como indicamos ya en la
instrucción precedente, fue opinión aprobada y confirmada por SAN GREGORIO en
su cuarto Diálogo, que cuando un sacerdote celebra la Santa Misa bajan del
cielo innumerables legiones de Ángeles para asistir al Santo Sacrificio. SAN
NILO, abad y discípulo de San Juan Crisóstomo, enseña que mientras el Santo
Doctor celebraba los divinos misterios veía una multitud de esos espíritus
celestiales rodeando el altar y asistiendo a los sagrados ministros en el
desempeño de su tremendo ministerio. Siendo esto así, he ahí las disposiciones
más esenciales para asistir con fruto a la Santa Misa. Ve a la iglesia como si
fueses al Calvario, y permanece en presencia de los altares como si estuvieses
delante del trono de Dios y acompañado de los santos Ángeles. Considera ahora
cuáles deben ser tu modestia, tu atención y respeto, si quieres recoger de los
misterios divinos los frutos y beneficios que Dios se digna conceder a los que
asisten a ellos con un exterior devoto y sentimientos religiosos.
2. Leemos en el Antiguo
Testamento, que cuando los israelitas ofrecían sus sacrificios, en los que sólo
se inmolaban toros, corderos y otros animales, admiraba el ver la atención, el
silencio y veneración con que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el
número de asistentes fuese inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a
setecientos, parecía, sin embargo, que el templo estaba vacío; tanto era el
cuidado con que cada uno procuraba no hacer el más pequeño ruido. Pues bien; si
tanta era la veneración con que se celebraban estos sacrificios que, al fin, no
eran más que una sombra y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué
devoción y religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa
Misa, en que el Cordero sin mancha, el Verbo Divino se inmola por nosotros? Muy
bien lo comprendía SAN AMBROSIO. Cuando celebraba el Santo Sacrificio, según
refiere Cesáreo, y concluido el Evangelio, se volvía al pueblo, y después de
haber exhortado a los fieles a un recogimiento profundo, les ordenaba que
guardasen el más riguroso silencio, y así consiguió que no solamente pusiesen
un freno a su lengua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún es más
admirable, que se abstuviesen de toser y de moverse con ruido. Estas
prescripciones se cumplían con exactitud, y por eso todos los que asistían a la
Santa Misa sentíanse como embargados de un santo temor y profundamente
conmovidos, de manera que conseguían muchos frutos y aumento de gracia.
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