4. Imposible parece poderse hallar una prerrogativa más
excelente del sacrificio de la Misa, que el poderse
decir de él que es, no sólo la copia, sino también el verdadero
y exacto original del sacrificio de la cruz;
y, sin embargo, lo que lo realza más todavía, es que tiene por sacerdote un Dios hecho
hombre. Es indudable que en un
sacrificio hay tres cosas que considerar: el sacerdote
que lo ofrece, la Víctima
que ofrece, y la majestad de Aquél a quien
se ofrece. He aquí,
pues, el maravilloso conjunto que nos presenta
el santo sacrificio de la Misa
bajo estos tres puntos de vista. El sacerdote que lo ofrece
es un Hombre-Dios, Jesucristo; la víctima
ofrecida es la vida de un Dios, y aquél a quien
se ofrece no es otro que Dios. Aviva,
pues, tu fe, y reconoce en el sacerdote
celebrante la adorable persona de Nuestro
Señor Jesucristo. Él es el primer sacrificador, no solamente
por haber instituido este sacrificio y por-que le comunica
toda su eficacia en virtud de sus méritos infinitos, sino también por-que,
en cada Misa, Él mismo se digna convertir el pan y el vino en su Cuerpo y
Sangre preciosísima. Ve, pues, cómo el privilegio más augusto de la Santa Misa
es el tener por sacerdote a un Dios hecho hombre. Cuando consideres al
sacerdote en el altar, ten presente que su dignidad principal consiste en ser
el ministro de este Sacerdote invisible y eterno, nuestro Redentor. De aquí
resulta que el sacrificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios,
cualquiera que sea la indignidad del sacerdote que celebra, puesto que el
principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el sacerdote visible no
es más que su humilde ministro. Así como el que da limosna por mano de uno de
sus servidores es considerado justamente como el donante principal; y aun cuando
el servidor sea un pérfido y un mal-vado, siendo el señor un hombre justo, su
limosna no deja de ser meritoria y santa.
¡Bendita
sea eternamente la misericordia de nuestro Dios por habernos dado un sacerdote
santo, santísimo, que ofrece al Eterno Padre este Divino Sacrificio en todos
los países, puesto que la luz de la fe ilumina hoy al mundo entero! Sí, en
todo tiempo, todos los días y a todas horas; porque el sol no se oculta a
nuestra vista sino para alumbrar a otros puntos del globo; a todas horas, por
consiguiente, este Sacerdote santo ofrece a su Eterno Padre su Cuerpo, su
Sangre, su Alma, a sí mismo, todo por nosotros, y tantas veces como
Misas se celebren en todo el universo. ¡Oh, qué inmenso y precioso tesoro! ¡Qué mina de riquezas
inestimables poseemos en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la nuestra si
pudiéramos asistir a todas esas Misas! ¡Qué capital de méritos adquiriríamos!
¡Qué cosecha de gracias recogeríamos durante nuestra vida, y qué
inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo con fervor a tantos y tan
Santos Sacrificios!
5. Pero ¿qué
digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no solamente desempeñan el
oficio de asistentes, sino también el de oferentes; así que con razón se les
puede llamar sacerdotes: Fecisti nos Deo nostro regnum, et sacerdotes[1].
El celebrante es, en cierto modo, el ministro
público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es el mediador de los
fieles, y particularmente de los que asisten a la Santa Misa, para con el Sacerdote
invisible, que es Jesucristo Nuestro Señor; y juntamente con Él,
ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y en el suyo, el precio infinito de
la redención del género humano. Sin embargo, no está solo en el ejercicio de
este augusto misterio; con él concurren a ofrecer el sacrificio todos los que
asisten a la Santa Misa. Por eso el celebrante al dirigirse a los asistentes,
les dice: Orate, fratres: "Orad, hermanos, para que mi sacrificio,
que también es el vuestro, sea agradable a Dios Padre todopoderoso". Por
estas palabras nos da a entender que, aun cuando él desempeña en el altar el
principal papel de ministro visible, no obstante todos los presentes hacen con él
la ofrenda de la Víctima Santa.
Así,
pues, cuando asistes a la Misa, desempeñas en cierto
sentido las funciones de sacerdote. ¿Qué dices ahora?
¿Te atreverás toda-vía de aquí en adelante a oír la
Santa Misa sentado desde el principio
hasta el fin, charlando, mirando a todas
partes, o quizás medio dormido, satisfecho con pronunciar
bien o mal algunas oraciones vocales, sin fijar
la atención en que
desempeñas el tremendo ministerio de sacerdote?
¡Ah! Yo no puedo menos de exclamar: ¡Oh, mundo
ignorante, que nada comprendes de misterios tan sublimes! ¡Cómo
es posible estar al pie de los
altares con el espíritu distraído y el corazón
disipado, cuando los Ángeles están allí temblando de respeto
y poseídos de un santo
temor a vista de los efectos de una
obra tan asombrosa!
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