9.
La primera obligación que tenemos para con Dios, es la de honrarle. La misma
ley natural nos dicta que todo inferior debe homenaje a su superior; y cuanto
más elevada sea su dignidad, mayores y más profundos deben ser los homenajes
que se le tributen.
Resulta,
pues, de aquí que, siendo la majestad de Dios infinita, le debemos un honor
infinito. Pero ¡pobres de nosotros! ¿en dónde encontraremos una ofrenda que sea
digna de nuestro Soberano Creador? Dirige una mirada a todas las criaturas del
universo, y nada verás que sea digno de Dios. ¡Ah! ¿Qué ofrenda podrá ser jamás
digna de Dios, sino el mismo Dios? Es preciso, pues, que Aquél que está sentado
sobre su trono en lo más alto de los cielos, baje a la tierra y se coloque como
víctima sobre sus propios altares, para que los homenajes tributados a su infinita
majestad estén en perfecta relación con lo que ella merece. He aquí lo que se
verifica en la Misa: en ella Dios es tan honrado como lo exige su dignidad,
puesto que Dios se honra a sí mismo. Jesucristo se pone sobre el altar en
calidad de víctima, y por este acto de humillación inefable adora a la
Santísima Trinidad tanto como es adorable: y de tal manera, que todas las
adoraciones y homenajes que le tributan las puras criaturas desaparecen ante
este acto de humillación del Hombre-Dios, coma las estrellas ante la presencia
de los rayos del sol.
Cuéntase
que un alma santa, abrasada por el fuego del amor de Dios y llena del deseo de su
gloria, exclamaba con frecuencia: "¡Dios mío, Dios mío! ¡Yo quisiera tener
tan-tos corazones y lenguas como hojas hay en los árboles, átomos en los aires
y gotas de agua en el mar, para amaros y alabaros tanto como merecéis! ¡Ah!
¡Quién me diera que yo pudiera disponer de todas las criaturas para ponerlas a
vuestros pies, a fin de que todas se inflamasen de amor por Vos, con tal que yo
os amase más que todas ellas juntas, más aún que los Ángeles, más
que los Santos, más que todo el paraíso!" Un día que ella se entregaba a
estos dulcísimos transportes, oyó la voz del Señor que le decía:
"Consuélate, hija mía; con asistir a una sola Misa con devoción me darás
toda esa gloria que deseas, e infinitamente más todavía".
¿Te
admiras quizás de esta proposición? En este caso tu admiración no sería razonable.
En efecto, como nuestro buen Salvador no es solamente hombre, sino también Dios
verdadero y todopoderoso, al dignarse bajar sobre el altar tributa a la
Santísima y adora ble Trinidad, por esta humillación divina,
una gloria y honor infinito, y por
consiguiente nosotros, que concurrimos con Él a ofrecer
el augusto Sacrificio, contribuimos también, por su
mediación, a tributar a Dios homenajes
y gloria de un precio infinito.
¡Oh qué
acto tan grandioso! Repitámoslo una vez más, porque importa
mucho el saberlo. Oyendo con devoción
la Santa Misa, damos a Dios una gloria
y honor infinitos. Confiesa, pues, en medio
de tu admiración, que es una
verdad incontestable la proposición
arriba enunciada, a saber: que un alma que
asiste a la Santa Misa con devoción,
tributa a Dios más gloria que todos los Angeles y
Santos con las adoraciones que le dirigen
en el cielo. Como éstos no son más que puras criaturas, sus homenajes
son limitados y finitos;
mientras que en la Santa Misa Jesús es quien se humilla,
Jesús cuyas humillaciones son de un mérito y precio
infinito: de lo cual se deduce que la gloria
y el honor que por su medio damos a Dios, ofreciéndole
el santo sacrificio de la Misa,
es una gloria y honor infinitos.
Y siendo esto así, ¡ah! ¡cuán dignamente
satisfacernos nuestra primera obligación para con Dios asistiendo
a la Santa Misa! ¡Oh mundo ciego e insensato!
¡Cuándo abrirás los ojos para comprender verdades tan importantes!
Y habrá todavía quien tenga valor para
decir: "Una Misa más o menos
¿qué importa?" ¡Qué ceguedad tan deplorable!
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