domingo, 12 de abril de 2020

Cap III. § 4. Ejemplos de negociantes y artesanos


El dinero es el ídolo de nuestros días. ¡Ah! ¡Cuántos desgraciados están constantemente prosternados ante esta falsa deidad, a la que únicamente rinden culto! Ellos llegan a ol­vidar al Creador del cielo y de la tierra, y por consiguiente se precipitan en un abismo de males aun temporales, mientras que el Real Profeta nos asegura que los que buscan a Dios ante todo, estarán al abrigo de los in­fortunios y serán colmados de bienes: "In­quirentes autem Dominum non minuentur omni bono"[1]. Esta sentencia se verifica es­pecialmente, en favor de aquéllos que pro-curan prepararse para el trabajo y demás ocupaciones del día, con la asistencia al san­to sacrificio de la Misa. La prueba de esta verdad nos la suministra el siguiente caso notable, ocurrido a tres negociantes de Gub­bio, en Italia.

Habíanse dirigido los tres a una feria que se celebraba en la villa de Cisterno, y des­pués de haber arreglado sus compras, tra­taron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos fueron de parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano, a fin de lle­gar a sus casas antes de anochecer; empero el tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa. También exhortó a sus compañeros a que tomasen la misma resolución para volver juntos como habían ido, añadiendo que, des­pués de haber cumplido este precepto y to­mado un buen desayuno, viajarían más con­tentos; y por último dijo: que si no era po­sible llegar a Gubbio antes de anochecer, no faltarían mesones en el camino. Los compa­ñeros rehusaron conformarse con un dicta­men tan sabio y provechoso, y queriendo a toda costa llegar a su casa el mismo día, respondieron: que si por esta vez dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así, pues, el domingo al rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia, montaron a ca­ballo y emprendieron el viaje a su pueblo. Bien pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída durante la noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal punto, que la corriente, azotando con violencia el puente de madera, lo había sacudido fuertemente. Sin embargo, los ji­netes subieron, pero apenas dieron los pri­meros pasos cuando la impetuosidad de las aguas arrastró el puente con los caballeros, y los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los aldeanos, y con el auxi­lio de ganchos consiguieron sacar los cadá­veres de aquellos desgraciados que acaba­ban de perder su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a orillas del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa sepultura. Durante este tiem­po el tercer negociante, que se había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa, cumplido este deber había emprendido ale­gremente su viaje. No tardó mucho en lle­gar al sitio de la catástrofe, quedando atur­dido a la vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a mirarlos, reconoció a sus compa­ñeros de la víspera. Oyó, vivamente conmo­vido, la relación de la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y levantando sus manos al cielo, dio gracias a la Bondad in-finita por haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de sus deberes religiosos, atribuyendo su conservación al santo sacri­ficio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo extendió en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los corazones un vivísimo deseo de asistir todos los días a la Santa Misa.

¡Maldita avaricia! muy necesario es que lo diga: ¡maldita avaricia! Tú eres la que apar­tas los corazones de Dios, y les quitas, por decirlo así, la libertad de ocuparse del impor­tantísimo negocio de su salvación.

Con el fin, pues, de que todos los que están expuestos a este vicio comprendan bien en qué consiste, voy a explicarlo por medio de una comparación tomada de la Sagrada Es­critura. Sansón, como sabéis, dejóse atar al principio con nervios de buey; después con gruesas cuerdas nuevas, que todavía no ha­bían prestado servicio alguno; y las rompió como se rompe un hilo. Pero al fin, vencido por las importunas molestias de Dalila, su mujer, le descubrió que el secreto de sus fuerzas estaba en sus cabellos: de suerte que habiéndole rasurado la cabeza se con­virtió en un hombre débil como los demás, y cayó en poder de los filisteos que le arran­caron los ojos, y lo condenaron a hacer dar vueltas a la rueda de un molino. Ahora pre­gunto: ¿En qué estuvo la falla de Sansón? ¿En dejarse atar de tantas maneras? No; porque él sabía muy bien que todas las liga-duras cederían a sus esfuerzos como un del­gado hilo. La gran falta que tuvo fue el re-velar el verdadero secreto de su fuerza y dejarse cortar los cabellos, sin los cuales San­són no fue ya Sansón. Del mismo modo, digo, supuesto que un negociante, un indus­trial, se deje aprisionar por miles de ocupa­ciones, en el tráfico, en la industria y en empresas de toda clase: ¿es esto en lo que consiste el vicio funesto de la avaricia? No: el vicio consiste en dejarse cortar los cabe­llos. Me explicaré: Tal negociante está abru­mado de asuntos, y, sin embargo, por la mañana temprano, al oír tocar a Misa, se dice a sí mismo: tregua a los cuidados, la Misa antes que todo. Ved aquí un Sansón que está atado, si se quiere, con muchas cuerdas, pero que no está rasurado. Otro está sujeto por más de siete lazos, por ejemplo: expediciones que hacer, jornaleros que pagar, cartas que escribir, cuentas que arre­glar, deudas que satisfacer, créditos que co­brar: ¡ah! ¡qué de ligaduras y qué laberin­to! Sin embargo, llega el domingo o un día de fiesta y este hombre se desentiende de todos estos embarazos y se dirige a la igle­sia para oír la Santa Misa y practicar sus devociones: ved ahí todavía un Sansón que está muy atado, pero que conserva su cabe­llera, porque en medio de sus numerosos negocios no pierde de vista el importantísi­mo de su eternidad. Pero (fijad bien la aten­ción en este pero), cuando estáis fuertemente ligados con mil lazos de intereses tempora­les, y no tenéis bastante fuerza para rom­perlos, esto es, para desembarazaros de cuan-do en cuando, y acercaros con regularidad de cristianos a los Santos Sacramentos, y a oír la Santa Misa, desde entonces ¡ay! no sois más que unos infelices Sansones ligados y rasurados a la vez. Vuestros títulos y ren­tas quizás sean legítimos; pero no lo es se­guramente ese furor por adquirir que absor­be toda vuestra atención: ésa es una avaricia cruel que os tratará como a Sansón, es de­cir: que, como él, seréis envueltos en las rui­nas de vuestras casas. Y entonces esos te­soros que amontonáis, ¿para quién serán? "Quae autem parasti, cuius erunt?"[2].

Pero no olvidemos, querido lector, que estos avaros jamás se rendirán, a menos que se les tome por su lado débil. Pues bien, les diré: ¿Qué es lo que pretendéis? ¿En­riqueceros, ganar dinero y redondear vues­tra fortuna? ¿Y sabéis cuál es el medio más seguro y eficaz de conseguirlo? Vedlo aquí: asistid todos los días a la Santa Misa. El ejemplo siguiente debe convenceros de esta verdad. Había dos artesanos que ejercían el mismo oficio: uno de ellos estaba cargado de familia, pues tenía mujer, hijos y aún so­brinos que alimentar, y no en corto número; el otro vivía solo con su mujer. El primero criaba su familia con bastante desahogo, y todo le salía maravillosamente: tenía un al­macén muy acreditado, trabajo cuanto pudie­ra desear, y negocios bastante lucrativos para hacer cada año algunas economías des-tinadas a la dote de sus hijas, cuando lle­gasen a la edad de casarse. El otro artesano, aunque solo, estaba sin trabajo y muerto de hambre. Acercóse un día a su vecino y le dijo en confianza: "¿Cómo haces y qué con­ducta es la tuya para vivir tan cómodamente y aumentar tus intereses? Diríase que Dios hace llover en tu casa todos los bienes en abundancia, mientras que yo, infeliz, no pue­do levantar la cabeza, y todas las desgracias me oprimen. —Yo te lo explicaré bien, le respondió su amigo: mañana por la mañana pasaré por tu casa, y te enseñaré el lugar donde voy a negociar mi buena fortuna". A la mañana siguiente fue a buscarlo y lo condujo a la iglesia para oír la Santa Misa, después de lo cual lo acompañó a su taller: hizo lo mismo el segundo y tercer día, y al cuarto le dijo el otro: "Si no hay más que hacer que ir a la iglesia y asistir al Santo Sacrificio, yo sé perfectamente el camino; por consiguiente no es necesario que te molestes más. —Esto es precisamente, le contestó el primero: asiste todos los días a la Santa Misa, y verás cómo la fortuna te sonríe". Así sucedió efectivamente. Desde el momento en que abrazó esta práctica tan piadosa, se vio muy surtido de trabajo, pagó sus deudas en poco tiempo, y puso su casa en buen pie. (Surio, en la Vida de S. Juan el Limosnero).

Creéis al Evangelio, ¿no es así? Pues bien: si creéis en él, no podéis dudar de esta verdad. ¿No dice terminantemente: "Quaerite primum regnum Dei (Mt. 6,33): Buscad pri­mero el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura"? Procurad hacer la prueba, a lo menos durante un año. A la Misa todas las mañanas; y si vuestros nego­cios no tienen mejor éxito, os permito que­jaros de mí. Pero no sucederá así segura-mente, antes por el contrario, tendréis mo­tivos poderosos para darme gracias.



[1] "Los que buscan al Señor no carecerán de bien alguno" (S. 33, 11). (N. del E.).
[2] "Pero lo que has preparado, ¿de quién será?" (Lc. 12, 20). (N. del E.).

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