7.
¿Qué sería del mundo si llegase a verse privado del sol? ¡Ay! No habría en él
más que tinieblas, espanto, esterilidad, miseria horrible. Y ¿qué sería de
nosotros faltando del mundo la Misa? ¡Ah! ¡desventurados de nosotros!
Estaríamos privados de todos los bienes, oprimidos con el peso de todos los
males; estaríamos expuestos a ser el blanco de todos los rayos de la ira de
Dios. Admíranse algunos al ver el cambio que, en cierta manera, se ha
verificado en la conducta de la providencia de Dios con respecto al gobierno de
este mundo. Antiguamente se hacía llamar: El Dios de los ejércitos. Hablaba
a su pueblo en medio de nubes y armado de rayos, y de hecho lo castigaba con
todo el rigor de su divina justicia. Por un solo adulterio hizo pasar a
cuchillo veinticinco mil personas de la tribu de Benjamín. Por un ligero sentimiento
de orgullo que dominó al rey David, por contar su pueblo, Dios le envió una
peste tan terrible, que en muy pocas horas perecieron setenta mil personas[1].
Por haber mirado los betsamitas el Arca Santa con mucha curiosidad y poco
respeto, Dios quitó la vida a más de cincuenta mil[2].
Y ahora, he aquí que este mismo Dios sufre con paciencia, no sólo la
vanidad y las ligerezas de la inconstancia, sino también los adulterios más asquerosos,
los escándalos más repugnantes y las blasfemias más horribles, que un gran
número de cristianos vomitan continuamente contra su santo nombre. ¿Cómo, pues,
se concibe esto? ¿Por qué tal diversidad de conducta? ¿Nuestras ingratitudes
serán hoy más excusables que lo eran en otros tiempos? No, por cierto; antes al
contrario, son mucho más criminales en razón de los inmensos beneficios de que
hemos sido colmados. La verdadera causa de esa clemencia admirable por parte de
Dios es la Santa Misa, en la que el Cordero sin mancha se ofrece sin cesar al
Eterno Padre como víctima expiatoria de los pecados del mundo. He ahí el sol
que llena de regocijo a la Santa Iglesia, que disipa las
nubes y deja el cielo sereno. He ahí el arco
iris que apacigua las tempestades de la justicia
de Dios. Yo estoy firmemente persuadido de que
sin la Santa Misa, el mundo a la hora presente estaría ya abismado y hubiera
desaparecido bajo el inmenso peso de tantas
iniquidades. El adorable Sacrificio del
altar es la columna poderosa que lo sostiene.
De lo dicho,
pues, hasta aquí, bien puedes deducir cuán necesario nos es este
divino Sacrificio; mas no basta el que así sea, si no nos aprovechamos
de él en las ocasiones. Cuando asistimos, pues, a la
Santa Misa, debemos imitar el ejemplo
del célebre ALFONSO DE ALBUQUERQUE.
Viéndose este famoso conquistador de las Indias
orientales en inminente peligro de naufragar
con todo su ejército, tomo en sus brazos
un niño que se hallaba en la nave, y elevándolo
hacia el cielo, dijo: "Si nosotros
somos pecadores, al menos esta tierna criatura libre está ciertamente de pecado.
¡Ah, Señor! por amor de este inocente, perdonad a los
culpables". ¿Lo creerías? Agradó tanto al Señor
la vista de aquel niño inocente, que, tranquilizado el mar,
se trocó en alegría el temor a una
muerte inminente. Ahora bien; ¿qué piensas que hace el Eterno
Padre cuando el sacerdote, elevando la Sagrada
Hostia entre el cielo y la tierra, le hace
presente la inocencia de su divino
Hijo? ¡Ah! Ciertamente su compasión no puede
resistir el espectáculo de este
Cordero sin mancha, y se siente
como obligado a calmar las tempestades que nos agitan
y socorrer todas nuestras necesidades. No lo dudemos;
sin esta Víctima adorable, sacrificada
por nosotros primeramente sobre la cruz, y después todos los días sobre
nuestros altares, ya estaría decretada nuestra reprobación y cada cual hubiera podido
decir a su compañero: ¡Hasta la vista en el infierno! ¡Si, sí,
hasta volver a vernos en el infierno!... Pero, gracias al tesoro de la Santa
Misa que poseemos, nuestra esperanza se reanima, y nos asegura de que el
paraíso será nuestra herencia. Debemos, pues, besar nuestros altares con
respeto, perfumarlos con incienso por gratitud, y sobre todo honrarlos con la
más perfecta modestia, puesto que de allí recibimos todos los bienes. No
cesemos de dar gracias al Eterno Padre por habernos colocado en la dichosa
necesidad de ofrecerle a menudo es-ta Víctima celestial, y todavía más por las
utilidades inmensas que podemos reportar si somos fieles, no solamente en
ofrecerla, sino en ofrecerla según los fines para que se nos ha concedido tan
precioso don.
"Sin duda los betsamitas miraron el Arca
con curiosidad registrando su contenido y tocándolo todo lo cual estaba
prohibido hasta a los levitas (Núm. 4, 5 y 20).
El número elevado de cincuenta mil muertos en
una pequeña ciudad se debe a un error del copista. Flavio Josefo habla de
setenta muertos". (Nota de Straubinger).
"El texto masorético y la Vulgata ponen
aquí un 'estrago de setenta varones por un lado y cincuenta mil por otro,
muertos por mirar el arca. Se impone la corrección del texto según la versión
de los LXX, que reduce los muertos a setenta". (Nota de Nácar-Colunga).
(N. del E.).
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