domingo, 12 de abril de 2020

Cap I. Art III. § 7. La Santa Misa proporciona un gran alivio a las almas del purgatorio


17. Para concluir y dar fin a esta instruc­ción, te haré notar que no sin razón te dije más arriba, que una sola Misa, considerado el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sa­crificio satisfactorio, ofreciendo a Dios la sa­tisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus tormentos, sino también como impe­tratorio, alcanzándoles la remisión de sus pe­nas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su li­bertad.

A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO, no cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento de la di­vina Justicia, es tan vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo que más las aflige todavía, es la pena de daño; porque, como enseña el DOCTOR ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no pueden contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su soberano Bien, del que se ven constantemente rechazadas.

Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías obligado a hacerlo por caridad y por justicia? ¿Cómo es posible, pues que veas a la luz de la fe tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en un estanque de fuego, y rehuses imponerte la pequeña molestia de oír con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres cauti­vos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de SAN JERÓNIMO. ni te enseñará claramente que, "cuando se celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura la celebración del Sacrificio". (S. Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor afirma también que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgato­rio y vuelan al cielo.

Añade a esto que la caridad que tengas con los difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno, perfectamente auténtico, que sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo perdido este Santo a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera más cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de ha­rapos. Un día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría cre­yendo tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería mu­chos proyectos; pero después de haber refle­xionado bien, se decidió a llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrifi­cio de la Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la for­tuna cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo reco­gió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al estudio, de suerte que llegó a ser un perso­naje célebre y un gran Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.

¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto, estas almas san­tas son tan agradecidas a sus bienhechores, que, estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta verlos en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de satisfa­cer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al de­monio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en cier­tos días la Santa Misa por el eterno descanso de las almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas, como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame lugar donde se en­contraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión ge­neral. Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los publicanos y mujeres perdidas se nos adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt. 21, 31).

Si fueses del número de aquellos avaros, que no solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración por sus difun­tos y no oyendo, al menos de tiempo en tiem­po, una Misa por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la jus­ticia, rehúsan satisfacer los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo sacerdotes, acumu­lan un considerable número de limosnas, sin pensar en la obligación de cumplirlas a tiem­po, ¡ah! avivado entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara: Retírate, porque eres peor que un demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los répro­bos, pero tú atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los con­denados, pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente: no hay para ti confesión que valga, ni con­fesor que pueda absolverte, mientras no ha-gas penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muer­tos. Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no ten­go medios para ello... no me es posible... ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes me-dios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades? ¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida, en tus diversiones y placeres y... quizás en tus desórdenes es­candalosos? En una palabra, ¿tienes recur­sos para satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué satisfacerlas? ¿No puedes dis­poner de nada en su favor? ¡Ah! te com­prendo: es que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las ha de tomar Dios. Con­tinúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los legados piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero ten presente que hay en las Santas Escrituras una amenaza profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu persona y bienes, y en tu reputación. Es palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra. La ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los muer­tos. Recorre el mundo, y sobre todo los pue­blos cristianos, y verás muchas familias dis­persas, muchos establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados, muchas empre­sas y compañías en suspensión de pagos, mu­chos negocios frustrados, quiebras sin nú­mero, inmensos trastornos y desgracias sin cuento. Ante este cuadro tristísimo excla­marás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz so­ciedad! Ahora bien, si buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas principales es la crueldad con que se trata a los difuntos, descuidando el socorrer-los como es debido, y no cumpliendo los le­gados piadosos: además, se cometen una in­finidad de sacrilegios, es profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enér­gica expresión del Salvador, es convertida en cueva de ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe sus azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género de casti­gos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos, y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo: "Lingua eorum et adinventiones eorum contra Dominum. (...) Vae animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala"[1]. Con razón, pues, el cuarto Concilio de Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.

Todavía no es éste el mayor de los casti­gos que Dios tiene reservado a los hombres sin piedad para con sus difuntos: los males más terribles les esperan en la otra vida. El Apóstol Santiago nos asegura que el Señor juzgará sin misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los que no han sido miseri­cordiosos con sus prójimos vivos y muertos: "Iudicium enim sine misericordia illi qui non fecit misericordiam"[2]. El permitirá que sus herederos les paguen en la misma moneda, es decir, que no se cumplan sus últimas dis­posiciones, que no se celebren por sus almas las Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios Nuestro Señor, en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fru­to a otras almas necesitadas que durante su vida hubiesen tenido compasión de los fieles difuntos. Escucha el siguiente admirable suceso que se lee en nuestras crónicas, y que tiene una íntima conexión con el punto de doctrina que venimos explicando. Aparecióse un religioso después de muerto a uno de sus compañeros, y le manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por haber descuidado la oración en favor de los otros religiosos difuntos, y añadió que hasta enton­ces ningún socorro había recibido, ni de las buenas obras practicadas, ni de las Misas que se le habían celebrado para su alivio; porque Dios, en justo castigo de su negligen­cia, había aplicado su mérito a otras almas que durante su vida habían sido muy devo­tas de las del purgatorio. Antes de concluir la presente instrucción, permíteme que arro­dillado y con las manos juntas te suplique encarecidamente, que no cierres este pequeño libro sin haber tomado antes la firme resolu­ción de hacer en lo sucesivo todas las dili­gencias posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa, con tanta frecuencia como tu estado y ocupaciones lo permitan. Te lo su­plico, no solamente por el interés de las al-mas de los difuntos, sino también por el tuyo, y esto por dos razones: primera, a fin de que alcances la gracia de una buena y santa muerte, pues opinan constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la Santa Misa para conseguir este di­choso término. Nuestro Señor Jesucristo re-veló a Santa Matilde, que aquél que tuviese la piadosa costumbre de asistir devotamente a la Santa Misa, sería consolado en el ins­tante de la muerte con la presencia de los Angeles y Santos, sus abogados, que le prote­gerían contra las asechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si durante la vida has oído Misa con devoción y con la mayor frecuencia posible!

La segunda razón que debe moverte a asistir al Santo Sacrificio es la seguridad de salir más pronto del purgatorio y volar a la patria celestial. Nada hay en el mundo como las indulgencias y la Santa Misa para alcanzar el precioso favor, la gracia especial de ir derechamente al cielo sin pasar por el pur­gatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus abrasadoras llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos Pontí­fices las concedieron pródigamente a los que asisten con devoción a la Santa Misa. En cuanto a la eficacia de este Divino Sacrificio para apresurar la libertad de las almas del purgatorio, creemos haberla demostrado su­ficientemente en las páginas anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, de­biera bastar el ejemplo y autoridad del VENERABLE JUAN DE ÁVILA. Hallábase en los últimos instantes de su vida este gran Siervo de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y preguntado qué era lo que más ocupaba su corazón, y qué clase de bien so­bre todo deseaba se le proporcionase des­pués de su muerte. "Misas, respondió el Ve­nerable moribundo, Misas, Misas"[3].

Sin embargo, si me lo permites, te daré con este motivo y de muy buena gana, un consejo que creo importantísimo, y es: que durante tu vida, y sin confiar en tus here­deros, tengas cuidado de hacer que se cele­bren aquellas Misas que desearías se celebra­sen después de tu muerte, y tanto más, cuan­to que SAN ANSELMO nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por las necesida­des de nuestra alma mientras vivimos, nos será más provechosa que mil celebradas des­pués de nuestra muerte.

Así lo había comprendido un rico comer­ciante de Génova que, hallándose en el ar­tículo de la muerte, no tomó disposición alguna para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un hombre tan opulento, tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan cruel consigo mismo. Pero al proceder, después de su muerte, al examen de sus papeles, se encontró un libro en donde había anotado todas las obras de caridad que había practicado por la salvación de su alma.

"Para Misas que hice celebrar por mi alma 2,000 liras

"Para dotes de doncellas pobres 10,000

"Para el Santo Hospital 200, etc."

Al fin de este libro leíase la máxima si­guiente: "Aquél que desee el bien, hágaselo a sí mismo mientras vive, y no confíe en los que le sobrevivan". En Italia es muy popular este proverbio: "Más alumbra una vela delante de los ojos, que una gran antorcha a la espalda". Aprovéchate, pues, de este saludable aviso, y después de haber medita do prudentemente sobre la excelencia y utili­dades de la Santa Misa, avergüénzate de la ignorancia en que has vivido hasta aquí, sin haber hecho el aprecio debido de un tesoro tan grande, que fue para ti ¡ay! un tesoro escondido. Ahora que conoces su valor, des-tierra de tu espíritu, y más todavía de tus discursos, estas proposiciones escandalosas, y que saben a ateísmo:

—Una Misa más o menos poco importa.

—No es poca cosa oír Misa los días de obligación.

—La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa, y cuando lo veo acercarse al altar, me escapo de la iglesia.

Renueva, además, el saludable propósito de oír la Santa Misa con la mayor frecuencia y devoción posibles, a cuyo fin podrás ser­virte, con mucha utilidad, del siguiente mé­todo práctico que voy a exponer.



[1] "Su lengua y sus mentiras contra el Señor. (... ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les retribuyeron sus males". (Is. 3, 8-9). (N. del E.).
[2] "Porque el juicio [será] sin misericordia para el que no usó de misericordia". (Sant. 2,13). (N. del E.).
[3] Beato JUAN DE ÁVILA (1500-1569): el "Apóstol de Andalucía", escritor místico y misionero español, autor entre otras obras de un "Tratado del amor de Dios", una sobre el 'modo de rezar el rosario y del célebre "Audi Filia", síntesis maravillosa de la espi­ritualidad cristiana.
Beatificado en 1894, el Papa Pío XII lo proclamó el 6 de julio de 1946 patrono principal del clero se­cular español. Festividad: 10 de mayo. (N. del E.).

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