17. Para concluir y dar fin a esta instrucción, te
haré notar que no sin razón te dije más arriba, que una sola Misa, considerado
el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar
todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la
Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sacrificio
satisfactorio, ofreciendo a Dios la satisfacción que ellas deben cumplir por
medio de sus tormentos, sino también como impetratorio, alcanzándoles la
remisión de sus penas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que no se limita
a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su libertad.
A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de
estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están sumergidas es tan
abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO, no cede en actividad al
fuego del infierno, y que, como instrumento de la divina Justicia, es tan
vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han
sufrido los Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo
que más las aflige todavía, es la pena de daño; porque, como enseña el DOCTOR
ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no pueden contener la ardiente impaciencia
que experimentan de unirse a su soberano Bien, del que se ven constantemente
rechazadas.
Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la
siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse en un lago,
y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías
obligado a hacerlo por caridad y por justicia? ¿Cómo es posible, pues que veas
a la luz de la fe tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más
cercanos, abrasarse vivas en un estanque de fuego, y rehuses imponerte la
pequeña molestia de oír con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es
el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres cautivos?
Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de SAN JERÓNIMO. ni te
enseñará claramente que, "cuando se celebra la Misa por un alma del
purgatorio, aquel fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de
sufrir todo el tiempo que dura la celebración del Sacrificio". (S.
Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor afirma también
que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgatorio y vuelan al
cielo.
Añade a esto que la caridad que tengas con los
difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar esta verdad
con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno, perfectamente auténtico, que
sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo perdido este Santo a sus padres en la
niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera más
cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de harapos. Un
día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría creyendo
tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería
muchos proyectos; pero después de haber reflexionado bien, se decidió a
llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrificio de la Misa
para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la fortuna
cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo
recogió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y
lo dedicó al estudio, de suerte que llegó a ser un personaje célebre y un gran
Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más firmes columnas
de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo celebrar a costa de una
ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.
¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los
vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto, estas almas
santas son tan agradecidas a sus bienhechores, que, estando en el cielo, se
constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta verlos
en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a
una mujer perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado
enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de
satisfacer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al demonio para corromper la
juventud. En medio de sus desórdenes todavía practicaba una buena obra, y era
mandar celebrar en ciertos días la Santa Misa por el eterno descanso de las
almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas,
como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida
por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame
lugar donde se encontraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote
para hacer su confesión general. Al poco tiempo murió con las mejores
disposiciones y dando señales las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué
podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella
hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del
letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los publicanos y mujeres
perdidas se nos adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt. 21, 31).
Si fueses del número de aquellos avaros, que no
solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración por sus
difuntos y no oyendo, al menos de tiempo en tiempo, una Misa por estas pobres
almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la justicia, rehúsan
satisfacer los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados
o que, siendo sacerdotes, acumulan un considerable número de limosnas, sin
pensar en la obligación de cumplirlas a tiempo, ¡ah! avivado entonces por el
fuego de un santo celo, te diré cara a cara: Retírate, porque eres peor que un
demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los réprobos, pero tú
atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los condenados,
pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente:
no hay para ti confesión que valga, ni confesor que pueda absolverte, mientras
no ha-gas penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus
obligaciones con los muertos. Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no tengo
medios para ello... no me es posible... ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes
me-dios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos
del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades?
¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida, en tus diversiones y
placeres y... quizás en tus desórdenes escandalosos? En una palabra, ¿tienes
recursos para satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a
los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué
satisfacerlas? ¿No puedes disponer de nada en su favor? ¡Ah! te comprendo: es
que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto
de que te las ha de tomar Dios. Continúa, pues, consumiendo la hacienda de los
muertos, los legados piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero
ten presente que hay en las Santas Escrituras una amenaza profética registrada
contra ti; amenaza de terribles desgracias, de enfermedades, de reveses de
fortuna, de males irreparables en tu persona y bienes, y en tu reputación. Es
palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la
tierra. La ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las
casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los muertos.
Recorre el mundo, y sobre todo los pueblos cristianos, y verás muchas familias
dispersas, muchos establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados,
muchas empresas y compañías en suspensión de pagos, muchos negocios
frustrados, quiebras sin número, inmensos trastornos y desgracias sin cuento.
Ante este cuadro tristísimo exclamarás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz sociedad!
Ahora bien, si buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de
las causas principales es la crueldad con que se trata a los difuntos,
descuidando el socorrer-los como es debido, y no cumpliendo los legados
piadosos: además, se cometen una infinidad de sacrilegios, es profanado el
Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enérgica expresión del Salvador,
es convertida en cueva de
ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe sus
azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo
género de castigos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos,
y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo: "Lingua eorum et
adinventiones eorum contra Dominum. (...)
Vae animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala"[1].
Con razón, pues, el cuarto Concilio de Cartago declaró excomulgados a
estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de
Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.
Todavía no es éste el mayor de los castigos que
Dios tiene reservado a los hombres sin piedad para con sus difuntos: los males
más terribles les esperan en la otra vida. El Apóstol Santiago nos asegura que
el Señor juzgará sin misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los
que no han sido misericordiosos con sus prójimos vivos y muertos: "Iudicium
enim sine misericordia illi qui non fecit misericordiam"[2].
El permitirá que sus herederos les paguen en la misma moneda, es
decir, que no se cumplan sus últimas disposiciones, que no se celebren por sus
almas las Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios
Nuestro Señor, en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fruto a otras almas
necesitadas que durante su vida hubiesen tenido compasión de los fieles
difuntos. Escucha el siguiente admirable suceso que se lee en nuestras crónicas,
y que tiene una íntima conexión con el punto de doctrina que venimos
explicando. Aparecióse un religioso después de muerto a uno de sus compañeros,
y le manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por haber
descuidado la oración en favor de los otros religiosos difuntos, y añadió que
hasta entonces ningún socorro había recibido, ni de las buenas obras
practicadas, ni de las Misas que se le habían celebrado para su alivio; porque
Dios, en justo castigo de su negligencia, había aplicado su mérito a otras
almas que durante su vida habían sido muy devotas de las del purgatorio. Antes
de concluir la presente instrucción, permíteme que arrodillado y con las manos
juntas te suplique encarecidamente, que no cierres este pequeño libro sin haber
tomado antes la firme resolución de hacer en lo sucesivo todas las diligencias
posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa, con tanta frecuencia como tu
estado y ocupaciones lo permitan. Te lo suplico, no solamente por el interés
de las al-mas de los difuntos, sino también por el tuyo, y esto por dos
razones: primera, a fin de que alcances la gracia de una buena y santa muerte,
pues opinan constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la
Santa Misa para conseguir este dichoso término. Nuestro Señor Jesucristo
re-veló a Santa Matilde, que aquél que tuviese la piadosa costumbre de asistir
devotamente a la Santa Misa, sería consolado en el instante de la muerte con
la presencia de los Angeles y Santos, sus abogados, que le protegerían contra
las asechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si durante la vida
has oído Misa con devoción y con la mayor frecuencia posible!
La segunda razón que debe moverte a asistir al
Santo Sacrificio es la seguridad de salir más pronto del purgatorio y volar a
la patria celestial. Nada hay en el mundo como las indulgencias y la Santa Misa
para alcanzar el precioso favor, la gracia especial de ir derechamente al cielo
sin pasar por el purgatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus
abrasadoras llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos Pontífices las
concedieron pródigamente a los que asisten con devoción a la Santa Misa. En
cuanto a la eficacia de este Divino Sacrificio para apresurar la libertad de
las almas del purgatorio, creemos haberla demostrado suficientemente en las
páginas anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, debiera bastar
el ejemplo y autoridad del VENERABLE
JUAN DE ÁVILA. Hallábase en los últimos instantes de su vida este gran Siervo
de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y preguntado qué era lo que
más ocupaba su corazón, y qué clase de bien sobre todo deseaba se le
proporcionase después de su muerte. "Misas, respondió el Venerable
moribundo, Misas, Misas"[3].
Sin embargo, si me lo permites, te daré con este
motivo y de muy buena gana, un consejo que creo importantísimo, y es: que durante
tu vida, y sin confiar en tus herederos, tengas cuidado de hacer que se celebren
aquellas Misas que desearías se celebrasen después de tu muerte, y tanto más,
cuanto que SAN ANSELMO nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por las
necesidades de nuestra alma mientras vivimos, nos será más provechosa que mil
celebradas después de nuestra muerte.
Así lo había comprendido un rico comerciante de
Génova que, hallándose en el artículo de la muerte, no tomó disposición alguna
para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un hombre tan opulento,
tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan cruel consigo mismo. Pero
al proceder, después de su muerte, al examen de sus papeles, se encontró un
libro en donde había anotado todas las obras de caridad que había practicado
por la salvación de su alma.
"Para Misas que hice celebrar por mi alma 2,000 liras
"Para dotes de doncellas pobres 10,000
"Para el Santo Hospital 200, etc."
Al fin de este libro leíase la máxima siguiente:
"Aquél que desee el bien, hágaselo a sí mismo mientras vive, y no confíe
en los que le sobrevivan". En Italia es muy popular este proverbio:
"Más alumbra una vela delante de los ojos, que una gran antorcha a la
espalda". Aprovéchate, pues, de este saludable aviso, y después de haber
medita do prudentemente sobre la
excelencia y utilidades de la Santa Misa, avergüénzate de la ignorancia en que
has vivido hasta aquí, sin haber hecho el aprecio debido de un tesoro tan
grande, que fue para ti ¡ay! un tesoro escondido. Ahora que conoces su valor,
des-tierra de tu espíritu, y más todavía de tus discursos, estas proposiciones
escandalosas, y que saben a ateísmo:
—Una Misa más o menos poco importa.
—No es poca cosa oír Misa los días de obligación.
—La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana
Santa, y cuando lo veo acercarse al altar, me escapo de la iglesia.
Renueva, además, el saludable propósito de oír la
Santa Misa con la mayor frecuencia y devoción posibles, a cuyo fin podrás servirte,
con mucha utilidad, del siguiente método práctico que voy a exponer.
[1] "Su lengua y sus mentiras
contra el Señor. (... ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les retribuyeron sus
males". (Is. 3, 8-9). (N. del E.).
[2] "Porque el juicio [será] sin
misericordia para el que no usó de misericordia". (Sant. 2,13). (N. del
E.).
[3] Beato JUAN DE ÁVILA (1500-1569):
el "Apóstol de Andalucía", escritor místico y misionero español,
autor entre otras obras de un "Tratado del amor de Dios", una
sobre el 'modo de rezar el rosario y del célebre "Audi Filia", síntesis
maravillosa de la espiritualidad cristiana.
Beatificado en 1894, el Papa Pío XII lo
proclamó el 6 de julio de 1946 patrono principal del clero secular español.
Festividad: 10 de mayo. (N. del E.).
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