6. ¿Te
admirarás acaso al oírme decir que la Santa Misa
es una obra asombrosa? ¡Ah! ¿Tan poca cosa es a tus
ojos la maravilla que se verifica a la palabra
de un simple sacerdote? ¿Qué lengua de hombres, ni
aun de ángeles, podrá explicar jamás un poder tan ilimitado?
¿Quién hubiera podido concebir que la voz de un
hombre, que ni aun puede sin algún
esfuerzo levantar una paja, debería estar por gracia, dotada de una
fuerza tan prodigiosa que obligase al Hijo
de Dios a bajar del cielo a la tierra? Éste es un poder
mucho mayor que el de trasladar los montes de un
lugar a otro, secar el Océano, o detener
el curso de los astros. Éste es un
poder que de algún modo rivaliza con aquel
primer Fiat, por medio del cual sacó Dios el
mundo de la nada y que parece aventajar, en cierto
sentido, al otro Fiat, por
el cual la Santísima Virgen recibió en su
seno al Verbo Eterno. Con efecto, la Santísima
Virgen no hizo más que suministrar la materia para el Cuerpo
del Salvador, que fue formado de su substancia, es decir, de su preciosísima
sangre, pero no por medio de Ella, ni de su operación; mientras que la voz del
sacerdote, en cuanto obra como instrumento de Nuestro Señor Jesucristo, en el
acto de la consagración re-produce de una manera admirable al
Hombre-Dios, bajo las especies sacramentales, y esto tantas cuantas veces
consagra.
El
Beato Juan el Bueno de Mantua con un milagro hizo conocer en cierto día esta
verdad a un ermitaño, compañero suyo. No podía éste comprender que la palabra
del sacerdote fuese bastante poderosa para convertir la substancia del pan y
del vino, en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; y, lo que aún es
más lamentable, cedió a las sugestiones del demonio. Tan pronto el venerable
Siervo de Dios se apercibió del gravísimo error de su compañero, lo condujo
cerca de una fuente, de la que sacó un poco de agua, que le hizo tomar. El
ermitaño, después de haberla bebido, declaró que jamás había gustado un vino
tan delicado. Pues bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿veis lo que
significa este prodigio? Si por mi mediación, y eso que no soy más que un miserable
mortal, la virtud divina ha mudado el agua en vino, ¿con cuánta mayor
razón debéis creer que por medio de las palabras del sacerdote, que son las
palabras del mismo Dios, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre
de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Quién, pues, se atreverá a fijar límites a la
omnipotencia de Dios? Esto bastó para ilustrar a aquel afligido
solitario, quien, alejando de repente todas las dudas que atormentaban su alma,
hizo una austera penitencia de su pecado.
Tengamos
fe, pero fe viva, y confesaremos que son innumerables las maravillosas excelencias
contenidas en este adorable Sacrificio. Entonces no nos asombraremos viendo
renovarse a cada instante, y en mil y mil lugares diversos, el prodigio de la
multiplicación de la Humanidad sacratísima del Salvador, por la cual goza de
una especie de inmensidad no concedida a ningún otro cuerpo, y reservada a
ella sola en recompensa de una vida inmolada al Altísimo. Esto es lo que el
demonio, hablando por boca de una obsesa o endemoniada, hizo comprender a un
judío incrédulo, valiéndose de una comparación material y ordinaria.
Encontrábase este judío en una plaza pública con otras muchas personas
entre las cuales estaba la obsesa, cuando vio pasar un sacerdote que,
seguido de una numerosa comitiva, llevaba a un enfermo el Sagrado Viático.
Todos se arrodillaron al instante para adorar al Santísimo Sacramento; pero el
judío permaneció inmóvil y no dio la menor señal de respeto. Apercibiéndose de
ello la obsesa, se levantó con ira, y dando al judío un fuerte bofetón, le
quitó con violencia su sombrero. "Desgraciado, le dice, ¿por qué no rindes
homenaje al verdadero Dios, que está presente en este Divino Sacramento? — ¿Qué
verdadero Dios? replicó el judío; si así fuese, pudiera decirse que había
muchos dioses, puesto que cuando se celebra la Misa hay uno en cada
altar". Al oír estas palabras tomó la obsesa
una criba, y poniéndola en frente del sol,
le dijo al judío que mirase los rayos que pasaban por medio de los
agujeros, y en seguida añadió: "Dime, judío,
¿son muchos los soles que atraviesan esta criba, o no hay más
que uno?" El judío contestó que sólo había uno, no obstante
la multiplicación de rayos.
"¿Por qué te asombras, pues, repuso la obsesa, de que
un Dios hecho hombre, aun-que uno, indivisible
e inmutable, se ponga por
un exceso de amor, real y verdadera-mente presente bajo los velos del
Sacramento y sobre muchos altares a la vez?"
Esta reflexión fue bastante para confundir la perfidia
del judío, que se vio
obligado a confesar la verdad de la fe.
¡Oh fe
santa! Necesitamos un rayo de tu luz para repetir con fervor: ¿Quién
se atreverá jamás a fijar
límites a la omnipotencia de Dios? La sublime idea que
Santa Teresa de Jesús había concebido de esta
omnipotencia, le hacía decir a menudo,
que cuanto más profundos e inaccesibles a nuestro entendimiento
eran los misterios de nuestra Religión, más se adhería
a ellos, con más firmeza y devoción,
sabiendo muy bien que el Todo-poderoso puede hacer, si es de su
divino agrado, prodigios infinitamente más admirables que todo cuanto vemos.
Aviva, pues, mucho tu fe, y confesarás que este Divino Sacrificio es el milagro
de los milagros, la maravilla de las
maravillas, y que su principal excelencia consiste en ser
incomprensible a nuestra débil inteligencia, y lleno
de asombro di una y mil veces:
¡Ah qué gran tesoro! ¡Cuán inmenso es! Pero si
su prodigiosa excelencia no basta a conmoverte, te conmoverás, sin duda,
en vista de la suprema necesidad que tenemos de este
Santísimo Sacrificio.